Tres días de paz, amor y casi nada de música
Ang Lee es un director respetable por su calidad técnica y el buen gusto a la hora de dirigir a los que encarnan sus productos, ya sea para mal (Hulk, 2003) como para bien (Brokeback Mountain, 2005), así como también es querible por esa variedad a la que se presta a la hora de contarnos algo. Puede ser la perspectiva que elige, los escenarios, o esa tonalidad cómica que abunda en su filmografía, escondida en ese marco de transición entre lo tradicional y lo (post)moderno (???? Wòh? cánglóng, 2000), la que nos atrae tanto cuando tenemos en frente algún film suyo. Y eso pasa en su nuevo opus, Taking Woodstock (2009), un derroche de talento actoral consumado para el mejor delirio del año, como sólo aquel memorable festival del '69 puede traer a nuestros tiempos.
Todo ocurre desde el punto de vista de la organización, y quizás eso sea lo único que incomode al que se siente a recordar los buenos tiempos de la música. No veremos a Hendrix deleitándonos con el himno nacional estadounidense, o Janis Joplin haciendo delirar a la audiencia. Al contrario, veremos una carabana inmensa mostrada en plano secuencia donde abundarán porros, gente subida al capot de los vehículos tocando la guitarra o jugando algún juego de mesa, manifestaciones contra la guerra en Vietnam (y vaya que abunda esto), o carteles con la inscripición "Dylan, We're wating for you!".
El mensaje de la paz y el amor está explicitado en cada movimiento y en cada fotograma. El flower power, el hippismo en su estado puro y salvaje, es llevado a la pantalla con una perfecta ambientación y un montaje solemne. Lee vuelve a recurrir a muchas cosas de Brokeback Mountain para la fotografía o los planos que retratan la granja Yasgur que hospedó a más de 500.000 almas drogadas y encomendadas al rock n' roll puro. Lo único que falta, insisto, es la música.
Quizás lo más acertado haya sido mostrar el caos en el que se convirtió el pequeño y humilde pueblo de Bethel ante la inmigración de tantos hippies. La escena final, con los vestigios de lo sucedido y ese mensaje de disconformidad sólo sastisfecha con más "vibra", es digna de aplausos.
Llegado un punto en el que todo se desborda y lo más hilarante termina siendo la majestuosa intervención actoral de Liev Schreiber, el festival queda en un segundo plano, y el protagonista (Henry Goodman, no sólo desconocido sino también regular en actuación) pasa a ser el eje de atención. Error. Pero se agradece tanto mamarracho en el suelo, tanto salvajismo corporal y tanto del conocido "pepé pepé pepé" que se precisan en proyectos como estos. Sin dudas Lee sabía lo que quería antes de armar -literalmente- todo lo que compone a la película, y aquí volvemos a hacer incapié en el fabuloso montaje del film.
El reparto se merece un párrafo aparte. La ya mencionada participación de Schreiber es de lo mejor, pero también es necesaria y oportuna la aparición de Paul Dano junto a Kelli Garner en la escena más fumada del año para el cine del 2009. Lo mismo sucede con la actuación de Eugene Levy como Max Yasgur, Imelda Stauton grandiosa en su papel de madre gruñona, y Emile Hirsch representando a toda la parafernalia de los veteranos de Vietnam que hoy transcurren por el mundo recordando aquel agosto del '69 sin llevarse un grato recuerdo de Woodstock, sino el de la guerra en el Oriente.
Redondeando un poco, Taking Woodstock tiene todos los condimentos de la época, ensamblada a un reparto correctísimo, puestos al servicio del recuerdo de un evento que marcó un antes y un después para la historia de la música. La única cuestión es que precisamente música es lo que le falta a esta película. Pero cabe aclarar que eso no le juega tan en contra, ya que el Festival de Woodstock (que ni siquiera se hizo en Woodstock, NY) fue un movimiento colosal que tomó vida propia para dejar a la música relegada a un segundo o tercer plano. Ante todo, la ideología, la paz y el amor.