Tim Burton es un artista muy particular, con un estilo propio y también, muchas veces, bastante subvalorado, o no valorado y hasta denostado. Por eso no es casual que las dos biopics que dirigió -Ed Wood y la reciente Big Eyes- sean acerca de creadores con esas mismas características. Para acentuar paralelismos, ambos films fueron escritor por Scott Alexander y Larry Karaszewski.
Tras separarse de su marido, Margaret Ulbrich (Amy Adams) se muda con su hija a San Francisco. Estamos a fines de los 50, y como en todas las épocas, no es fácil ser madre y único sostén de familia, y menos dedicarse a la pintura en un ambiente artístico también dominado por hombres. Y qué decir si sus pinturas consisten en niños de ojos grandes y tristes que parecen no ser demasiado comerciales. Entonces conoce a Walter Keane (Christoph Waltz), un amateur sin talento para los pinceles pero nacido para el marketing; con sus gestos y palabras puede venderle lo que sea hasta a las piedras. Ambos se enamoran, se casan y se convierten en una sociedad con una metodología discutible: ella pinta sus obras y él las vende…haciéndose pasar por el verdadero autor (cada trabajo lleva la firma Keane, apellido ahora adoptado por Margaret). El éxito no para de agigantarse, lo mismo que el engaño de la pareja. Aunque al principio accede con el fin de lograr una mejor calidad de vida para ella y su hija, Margaret empezará a perder la cabeza y la paciencia, no sólo por la imposibilidad de recibir el crédito por sus obras sino al descubrir más sobre la conducta mitómana y megalómana de Walter.
Burton deja un rato los excesos de su sello para centrarse en esta historia sobre los artistas y sus padecimientos. Sin embargo, al igual que en Ed Wood, detrás de lo que parece una simple película biográfica del montón, con una cuidada recreación de época, aún permanece el director de El Joven Manos de Tijera: personajes marginados e incomprendidos, que deben hacerse un lugar en un ambiente que les resulta hostil, pero que a pesar de todo logran imponer su impronta y su visión de la vida. Aquí, este mecanismo de cuento de hadas está remarcado con un trazo más fino que de costumbre, incluso desde el arte y la iluminación (un impecable uso de los colores pasteles, a cargo del director de fotografía Bruno Delbonnel), aunque hay algún que otro toque de delirio marca de la casa, como personajes de ojos saltones cuando se apunta a determinados estados de ánimo de Margaret.
Los cambios más significativos en este opus burtoniano es la renovación del elenco, ya que ni Johnny Depp ni Helena Bonham Carter tienen participación. Y los nuevos no lo hacen nada mal. Amy Adams está exacta como Margaret, personaje cuyo talento para la pintura es inversamente proporcional a su suerte en el amor. Pero quien se roba la película es Christoph Waltz. Desde Tarantino que ningún otro cineasta le saca el jugo al actor, quien vuelve a componer a otro individuo histriónico y poco confiable, pero que no llega a generar odio. De hecho, su performance en el tercer acto despierta más gracias y compasión que rabia. Sería muy interesante que Waltz esté nuevamente a las órdenes de Burton, y en los proyectos más estrambóticos. No menos destacable son las breves intervenciones de Danny Huston (el periodista que narra la película) y Jon Polito, aunque Jason Schwartzman y Terence Stamp podrían haber sido mejor aprovechados.
En Big Eyes, Tim Burton logra lo mismo que David Lynch con El Hombre Elefante y que Terry Gilliam con Pescador de Ilusiones: mantenerse fiel a uno mismo, ahora a través de una historia aparentemente más convencional; concentrar su desborde imaginativo al servicio de una película que parece una rara avis de su filmografía, pero que conserva el sabor y el nivel de sus films más célebres. Si bien los monstruos y los mundos mágicos ya son un clásico de su repertorio y los volveremos a ver, cada tanto es bueno tenerlo dando vueltas por el mundo real, siempre desde su mirada única.