La farsa del respeto profesional.
Ya era hora de que desde el mainstream surgiese una obra furiosamente sardónica como Birdman (2014), no sólo una sátira para con un Hollywood volcado al infantilismo y la estupidez sino también una interesante antología de todos esos lugares comunes en los que suelen caer los actores intervinientes en el proceso creativo y el ámbito cinematográfico en general. La película nos presenta a Riggan Thomson (Michael Keaton), un intérprete que conoció la fama décadas atrás componiendo en la pantalla grande al superhéroe del título, y bajo el pretexto de mostrarnos los esfuerzos del susodicho en pos de montar una adaptación en Broadway de What We Talk About When We Talk About Love, un cuento de Raymond Carver, de a poco nos ofrece un collage de ironías superpuestas en el que se combinan un régimen formal arrebatador, la poesía surrealista, mucho humor negro y una angustia sutil.
De hecho, la intensidad de los personajes y su psicología malograda constituyen sin dudas las vedettes del film, funcionando en términos prácticos como catalizadores de un cúmulo de escenas orientadas más al retrato de su idiosincrasia particular que a la progresión narrativa tradicional. Aquí somos testigos del renacimiento artístico de Alejandro González Iñárritu, un realizador que comenzó su carrera con aquella extraordinaria trilogía -en colaboración con Guillermo Arriaga- compuesta por Amores Perros (2000), 21 Gramos (21 Grams, 2003) y Babel (2006), para luego tocar fondo con la flojísima Biutiful (2010), casi una autoparodia involuntaria que por suerte no llegó a desdibujar sus conquistas de antaño. Nadie esperaba que su primera comedia hecha y derecha fuese tan eficaz y que para colmo resultase vitalizante en relación a un género que no deja de ser bastardeado por la industria.
Con vistas a simular una extensa toma secuencia, el mexicano apeló a la fotografía de su genial compatriota Emmanuel Lubezki y a la edición de los ya conocidos Douglas Crise y Stephen Mirrione, redondeando una de las experiencias visuales más sublimes del cine reciente, rebosante en todo momento de originalidad, inteligencia y un enorme dinamismo. Más allá de la obvia analogía entre Riggan y Keaton y sus respectivos álter egos, Birdman y Batman, la historia pone en perspectiva el ombliguismo de los actores, su vehemencia cotidiana, la inestabilidad del trabajo en grupo, los problemas financieros que aquejan al contexto teatral, la pedantería bobalicona de la crítica, la irresponsabilidad paterna, el Complejo de Edipo postadolescente de algunos jóvenes, la patética dependencia para con las nuevas tecnologías, las luchas de egos tras bambalinas y la lógica de la insatisfacción.
Las fantasías del protagonista vinculadas a la telequinesis y la levitación, junto a sus duelos verbales con su colega Mike Shiner (Edward Norton) y su abogado/ productor Jake (Zach Galifianakis), rankean en punta entre los sketchs más apasionantes de los últimos tiempos, un claro ejemplo de lo que ocurre cuando el talento está al servicio de un guión cargado de múltiples capas analíticas, en esta oportunidad firmado por el propio González Iñárritu, Alexander Dinelaris y los argentinos Nicolás Giacobone y Armando Bo. En consonancia con lo anterior, no podemos dejar de celebrar el regreso triunfante de Keaton al primer plano cómico y el devenir jazzístico de una banda sonora caracterizada por la maravillosa batería de Antonio Sánchez. Esta pequeña obra maestra del sarcasmo y el ingenio se ríe a carcajadas de todas esas mentiras en torno a la concepción vulgar del respeto profesional…