Javier Bardem, puntal de un film con la marca de Iñárritu: llamativo, provocativo, abrumador e irritante
Alejandro González Iñárritu nunca fue modesto en sus aspiraciones. Cada uno de sus films ha querido proponer una suerte de informe exhaustivo e implacable sobre el estado del mundo. Hasta aquí, sobre la base del formato que concibió con su ex guionista Guillermo Arriaga, las múltiples perspectivas con las que intentaba abarcar un cuadro tan complejo correspondían a otras tantas historias que se interconectaban más o menos forzadamente. En Biutiful , cambia de coguionistas y de estructura -esta vez es una historia lineal casi totalmente desarrollada en forma cronológica-, pero ni se aparta de su tendencia a buscar en las situaciones extremas los rasgos que juzga más representativos de la realidad ni cede en sus ambiciones. Al contrario: en este caso, no se trata sólo de exponer descarnadamente las peores miserias del mundo globalizado -para eso se instala en los rincones más sórdidos de una gran ciudad- sino también de abordar asuntos menos terrenales y más inherentes a la condición humana, temas capitales que inquietan desde siempre al hombre: la muerte, el más allá, la enfermedad, la locura, la culpa, la búsqueda de redención.
Para concretarlo, pone en juego su arsenal de recursos narrativos y la potencia de un lenguaje cinematográfico generoso en impactos, elemento sustancial para que sus films resulten llamativos y provocadores y en muchos casos, como éste, también abrumadores e irritantes (en su cine, la mugre puede ser material artístico y Barcelona, reducirse al barrio sucio y promiscuo donde los excluidos son esclavizados).
Además de un par de secuencias muy bien resueltas (una razia policial contra los indocumentados, la noche en una discoteca surrealista), el film tiene a favor el magistral trabajo de Javier Bardem, el astuto buscavidas que se gana el sustento como una especie de intermediario entre los policías corruptos, los africanos y orientales ilegales y los compatriotas de éstos, que los han importado para explotarlos en sus fábricas clandestinas, y también en los velorios gracias a un don que le permite hablar con los muertos y transmitirles sus mensajes a los deudos. Enfermo terminal de cáncer, la proximidad de la muerte lo impulsa a poner sus cosas en orden y prever el futuro de sus dos hijos pequeños, ya que no la de su ex esposa, una mujer alcohólica e inestable que tiene en Maricel Alvarez una intérprete irreemplazable.
He ahí el núcleo del negro melodrama, que se abre en direcciones diversas. Demasiadas. Porque más allá de la sobredosis de miserabilismo y de la acumulación de calamidades (incluso una tragedia fruto de la buena intención del protagonista), un problema central del film reside en que pone en cuestión más asuntos que los que puede abarcar.