La policía mundial en Medio Oriente
El cine de superhéroes llegó a un nivel de saturación y de despropósito tan elevado que muchos de los retrasados mentales del público y de los analfabetos culturales de mierda de la crítica audiovisual durante el último tiempo empezaron tibiamente a replantear sus loas al formato -eufemismo por oportunismo comercial o lobotomía de parte del mainstream imperialista más mediocre contemporáneo- y hasta de vez en cuando dejan entrever algún atisbo de decepción porque “descubrieron” muy tardíamente que todas las películas son prácticamente idénticas como botellas de Coca Cola o hamburguesas de McDonald’s. El cansancio abarca no sólo la bazofia de Marvel sino también la de la competencia, esa de DC que en un principio trató de diferenciarse con un tono narrativo más sombrío y paciente aunque lo cierto es que la última década de bodrios -defenestrados ya por Martin Scorsese, James Cameron, Francis Ford Coppola y hasta el lelo de Quentin Tarantino- ha demostrado que cada día que pasa el emporio DC se parece más a Marvel no tanto por los chistecitos descerebrados, la torpeza discursiva general, la sobreabundancia de personajes innecesarios o las tramas que parecen telenovelas sino por la presencia casi permanente de CGI, tomas totalmente irreales y forzadas, un diseño de personajes flojo o intercambiable, una edición frenética que difumina el encanto de las escenas de acción y un maniqueísmo tan pero tan redundante que en ocasiones se pretende disimularlo vía una mínima complejidad moral.
Black Adam (2022), dirigida por Jaume Collet-Serra a partir de un guión de Adam Sztykiel, Rory Haines y Sohrab Noshirvani, no es la excepción dentro de este estado de cosas y por ello nos topamos con un nuevo mamarracho con flashbacks absurdos incesantes, secuencias de lucha interminable -una después de la otra y casi sin escenas intermedias- y parlamentos explicativos que no dejan nada abierto a la interpretación del espectador circunstancial y llegan al colmo de interrumpir las mentadas escaramuzas mediante soliloquios ridículos que describen lo evidente para el público de oligofrénicos inmundos que consumen estos productos. Un spin-off de ¡Shazam! (2019), aquella mega porquería de David F. Sandberg, la propuesta comienza en el año 2600 a.C. cuando el monarca absoluto de Kahndaq, país ficticio de Medio Oriente, Ahk-Ton (Marwan Kenzari), crea la Corona de Sabbac para ser invencible pero es detenido por un muchacho que se transforma en el campeón de Kahndaq gracias a los poderes de Shazam otorgados por el Consejo de Magos, terminando de hecho con el régimen del tirano en cuestión. En el presente la nación está a merced del sindicato criminal capitalista Intergang, por lo que una arqueóloga que forma parte de la resistencia, Adrianna Tomaz (Sarah Shahi), decide invocar al que cree que es el campeón adormecido, Teth-Adam (Dwayne Johnson), no obstante fue su vástago, Hurut (Jalon Christian), quien recibió las destrezas mágicas y él sólo las obtuvo cuando el adolescente renunció a ellas.
La realización en sí no tiene una historia propiamente dicha porque gira constantemente alrededor de un intento de crítica muy leve al imperialismo norteamericano a través de una Tomaz -viuda debido a la invasión de Intergang, madre de un preadolescente fanático de los cómics, Amon (Bodhi Sabongui), y hermana de un clásico comic relief, el esperpéntico Karim (Mohammed Amer)- que afirma con razón que los supuestos “salvadores” de turno que llegan desde el ámbito anglosajón, la Sociedad de la Justicia, no intervinieron cuando la organización delictiva invadió el país, cuando robaron sus recursos naturales y cuando se dedicaron a reprimir y matar al pueblo, de allí se explica la opción de refritar al héroe de antaño que en verdad es un loquito traumatizado cercano a los villanos, léase ese Teth-Adam de The Rock que luego será conocido como Black Adam, antihéroe ultra literal que se enfrenta primero al maquiavélico heredero de aquel Ahk-Ton que asesinó a su hijo, Ishmael (Kenzari de nuevo), a quien mata para después verlo renacer como el archivillano sobrenatural/ diabólico Sabbac, y segundo a los yanquis tarados amigos de las calzas, las máscaras y el cinismo vacuo, en este caso un cónclave de cuatro integrado por Hawkman (Aldis Hodge), Doctor Fate (Pierce Brosnan), Cyclone (Quintessa Swindell) y Atom Smasher (Noah Centineo), los dos primeros veteranos y los restantes bisoños para cubrir todos los rangos etarios, jugada que incluye la típica pluralidad racial del marketing woke.
El catalán Collet-Serra otrora fue un artesano con un margen de autonomía creativa más que importante como lo demostraron sus recordadas incursiones en el terror, hablamos de La Casa de Cera (House of Wax, 2005), La Huérfana (Orphan, 2009) y Miedo Profundo (The Shallows, 2016), y su ciclo de colaboraciones con Liam Neeson dentro del paraguas del thriller de acción, espionaje y/ o suspenso, pensemos en Desconocido (Unknown, 2011), Non-Stop: Sin Escalas (Non-Stop, 2014), Una Noche para Sobrevivir (Run All Night, 2015) y El Pasajero (The Commuter, 2018), sin embargo Jungle Cruise (2021), primer trabajo del señor con el cincuentón simpático de Johnson en un producto inspirado en una atracción de los parques temáticos de The Walt Disney Company, y la presente Black Adam subrayan su condición -transitoria, esperemos- de mercenario al servicio del mainstream más pueril y palurdo que fetichiza al cine homologado a montañas rusas y tragedias de cotillón, por un lado cayendo en un montaje caótico, monólogos melodramáticos muy sonsos, una banda sonora inflada al nivel de la exasperación y ese sarcasmo baladí paradigmático de Marvel y el último DC, con la honrosa excepción de la excelente The Batman (2022), obra de Matt Reeves, y por el otro lado incluyendo unos insólitos zombies en el desenlace y hasta algo de minimalismo -el combate en el cuarto de Amon entre Hawkman y el protagonista titular es un buen ejemplo- y pretendiendo estilizar las escenas de acción con bastante cámara lenta y un diseño de producción un poco más original que el paupérrimo promedio del mainstream estadounidense aunque sin llegar a lo hecho habitualmente por Guillermo del Toro, el único realizador de la actualidad que utiliza a la maquinaría CGI para tratar de innovar en monstruos y ambientación fantástica, basta con considerar toda su producción cinematográfica o su reciente antología de horror para Netflix, la errática aunque atractiva El Gabinete de Curiosidades de Guillermo del Toro (Guillermo del Toro’s Cabinet of Curiosities, 2022). Más allá del hecho de que Sabbac es en esencia Hellboy recauchutado y de que la utilización de Paint It Black (1966), de The Rolling Stones, y Bullet with Butterfly Wings (1995), de The Smashing Pumpkins, y los homenajes al paso a El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), de Sergio Leone, dan vergüenza ajena, aquí por lo menos la industria hollywoodense tuvo la acertada idea de unificar la destrucción en una tierra inexistente, Kahndaq, para evitar ser acusada de idiota e irresponsable por las distintas naciones del planeta que fueron “aniquiladas” en esta franquicia centrada en una policía mundial que no tiene nada que envidiarle a la de Richard Nixon, Ronald Reagan, George H.W. Bush, Bill Clinton, Barack Obama y el también execrable George W. Bush…