¿Dónde están los productores cuando se los necesita? Lenta, larga, repleta de escenas innecesarias es esta híper seria, ampulosa e infladísima superproducción. Como sea, esta continuación de casi tres horas del clásico de 1982 se merecía un buen trabajo de montaje que le mutilara unos cuantos minutos (cuatro o cinco decenas, digamos); pero, claro, a los directores consagrados no se les puede decir nada y así es que su megalomanía suele tomar las riendas del asunto. Hace unos años recriminábamos en estas páginas los aires trascendentales que el aquí “productor” Ridley Scott pretendía darle a su Prometeus (2012), la que entonces era su última película de la saga de Alien, imprimiéndole un tono existencialista y afectado a lo que, en definitiva era un entretenimiento espacial con bichos monstruosos. Algo similar ocurre en esta película, con la salvedad –corresponde decir– de que parte de este tono grave y existencial sí estaba presente en su antecesora, por lo que en este caso parecería más justificado.