Una mujer en carne viva
Lo raro de Blue Jasmine es que no esté acreditada como versión de Un tranvía llamado Deseo, ya que se trata de la misma historia. Pero eso no impide que el viejo y querido Woody embarque a los espectadores en su mejor obra en varios años.
¡Woody está vivo! Desde hace mucho, demasiado tiempo, el autor de Annie Hall, Manhattan y tantas otras parecía empeñado en demostrar lo contrario, al menos en términos artísticos. Desde comienzos de siglo, más exactamente, primero con películas muy malas (Ladrones de medio pelo, La maldición del escorpión de jade), otras que parecían copias menores de lo que alguna vez fue (La vida y todo lo demás, Melinda y Melinda) y finalmente los tours internacionales como de jubilado, emprendidos por unas Londres, Barcelona, París y Roma a las que convirtió por arte de contramagia en postales-cliché. Por suerte, a Woody parecen habérsele terminado las ciudades que quería visitar (aunque alguna vez amenazó con venir a filmar a Buenos Aires) y ahora con Blue Jasmine ha vuelto a casa. No sólo en términos topográficos, aunque eso sin duda influye, sino que en su nueva película el hombrecito de los jeans de corderoy vuelve a hablar de lo que de veras conoce, de la gente que lo rodea o rodeó, de las criaturas que siempre supo imaginar, dando por resultado la que a criterio de este cronista es por lejos su mejor película desde Todos dicen te quiero. O sea: la mejor en casi veinte años.
Lo raro de Blue Jasmine es que no esté acreditada como versión de Un tranvía llamado Deseo, ya que se trata de la misma historia. En lugar de la aristocrática sureña Blanche Dubois, aquí la heroína es una niña mimada, ex esposa de superrecontramillonario caído en desgracia. Se llama Jeannette, pero en algún momento se cambió el nombre por Jasmine, porque le pareció más chic. Como su predecesora, al quedarse sin un peso ni casa ni nada (el ex resultó, como el financista neoyorquino Bernard Madoff, un estafador de la más alta gama), Jasmine se ve obligada a irse a vivir a lo de su hermana white trash, equivalente de Stella, que vive en San Francisco y se llama Ginger (la inglesa Sally Hawkins, protagonista de La felicidad trae suerte, de Mike Leigh). Stan Kowalski es aquí Chili, nuevo novio de Ginger, para quien la felicidad es un partido de béisbol y una cervecita (está notable el gran Bobby Cannavale, de Boardwalk Empire).
Chili es tan básico y eventualmente violento como el personaje al que inmortalizó Marlon Brando. Aunque entre él y Jasmine no haya ni pizca de atracción erótica: son perro y gato y se harán la guerra. Lo que es muy distinto de la obra de Tennessee Williams es el tono, que durante más o menos media película responde fluidamente al de toda comedia alleniana, presentando a Woody con chispa, timing y agudeza recuperados. Pero allá por la mitad, la hasta entonces cómica neurosis de la protagonista –que hasta ese momento funciona como alter ego femenino del personaje-Woody– comienza a ponerse peligrosamente border, dando la sensación de que en cualquier momento puede llegar a tener un brote. Si es que no lo tuvo ya y uno no se dio cuenta.
Es verdad que ya de entrada Jasmine aparece al borde mismo de un autismo de alta clase, monologando compulsivamente (desesperadamente, se diría, si no fuera porque la escena es comiquísima) ante una compañera de vuelo a la que no le permite abrir la boca. Que algo le pasa a esta mujer está claro. Su desproporcionada ansiedad cuando se baja del taxi que la trae del aeropuerto, su confesión de que “a veces no puedo respirar, y cuando logro hacerlo tengo ataques de pánico”, así como el modo en que arruga la nariz ante la casa y los hijos (de un matrimonio anterior) de Ginger van redondeando lo que podría llamarse el “cuadro-Jasmine”, que una serie de muy fluidos flashbacks terminan de hacer entender, echando luz sobre su vida anterior y poniéndola en perspectiva con su presente. Lo que era gracioso se va haciendo perturbador y trágico, a partir del momento en que el espectador comprende que lo de Jasmine es bastante más que una simple desubicación de niña rica con tristeza.
Daría la impresión de que en ese momento, cuando Jasmine comienza a bañarse en sudoración, pierde la cabeza, yerra y le habla al fantasma de su marido (Alec Baldwin, una roca), Woody incorpora todo lo que aprendió de Bergman, internándose de su mano en la confundida desolación de la heroína. Incorpora es la palabra clave: en su obra previa, Woody intentó larga y vanamente “ser como” Bergman, intención que lo condujo a la mera simulación. Blue Jasmine es tal vez la primera ocasión en que, en lugar de querer ser como, Woody encuentra, contando la historia de Jasmine, el Bergman que hay en él. El que hay en todos: Blue Jasmine es una de esas películas que parecen hablarle al espectador de aquello que le pasa, podría pasarle o teme que algún día le pase.
En Blue Jasmine, Allen recupera también –con ayuda del notable Javier Aguirresarobe en la fotografía, de un vestuario capaz de revelar identidades, de una dirección de arte precisa y elocuente, de unos blues de Trixie Smith que parecen compuestos para este frágil y arrogante jazmín azul– una fluidez de puesta en escena que parecía perdida. Al servicio de unos personajes mucho más matizados, menos tipificados que los de los últimos casi veinte años, el cast es una fiesta y tiene una reina. Lo de Cate Blanchett es extraordinario, luciendo alternativa (o simultáneamente) soberbia, fascinante, negadora, exquisita, egoísta, idiota, quebrada, extraviada, hundida en su propia cárcel de barrotes de oro, ganándose todo el rechazo y empatía posibles del auditorio. Hay que decirlo, cuando falta todavía casi medio año: si no le dan el Oscar en febrero próximo habrá que ir a manifestar a las puertas del Kodak Theatre, porque habrá habido robo.