Escenas de la vida conyugal
Por su tipo de sensibilidad, sus interpretaciones, e incluso, por su paso no laureado en los premios Oscar (la nominación de Michelle Williams a mejor actriz), Blue Valentine, una historia de amor está destinada a ser el objeto indie más mimado del año.
Erosión en el interior del reducto familiar, desencanto amoroso. Hay bastante de eso en las huellas invisibles que soporta el cuerpo achanchado de Dean (Ryan Gosling: cómo ser un actor empático e impecable en la gestualidad, en la voz, en el perfeccionamiento de una prominente barriga). Por no hablar de Cindy (Michelle Williams ojerosa, cara hinchada por el fastidio) que arremete irritable en torno a cada una de las tareas del hogar. No hace falta aclarar que sobre esas cuestiones orbitan las historias de amor que tienen como protagonista –sobre todo- al paso del tiempo, y el indefectible desconocimiento de las singularidades del objeto amado (lo enseñó Bergman desde Escenas de la vida conyugal a Saraband)
Por su tipo de sensibilidad, sus interpretaciones, e incluso, por su paso no laureado en los premios Oscar (la nominación de Michelle Williams a mejor actriz) Blue Valentine, una historia de amorestá destinada a ser el objeto indie más mimado del año. Segundo opus de Derek Cianfrance, el film narra la debacle sentimental de una pareja joven, tras seis años de matrimonio. Todo el relato está atravesado por numerosos flashbacks que explican cómo ambos se conocen, inician un progresivo encariñamiento y rubrican su relación más por compañerismo, piedad o compasión que por un deseo irrefrenable.
Hay una escena terriblemente dolorosa e incómoda que le devuelve al espectador una sensación de extraña rispidez. La pareja hace una excursión a un hotel de alojamiento, esperando encontrar en ese espacio una suerte de paraíso erótico que los saque del mundillo rutinario, que los redima de la abulia sexual que los guía. La cópula trastabilla y en su lugar se da una larga conversación de arrepentimientos, de frustraciones de vida, de un irrevocable desfase afectivo. Es un punto de no retorno en la vida de ambos personajes y todavía resta el transcurso de casi la mitad de la película. Este es el costado tal vez criticable del film, donde parece regodearse en cierto padecimiento que vislumbramos con demasiada anticipación.
Pero algunas pistas parecen decirnos que Derek Cianfrance quiere trabajar justamente en esos momentos de desolación y desertificación del deseo conyugal, limitándose a mostrar solamente el nacimiento y el ocaso de su amorío. Del otro lado de la pantalla estamos negados –mediante elipsis bastante pretenciosas, sí- a asistir a la gradación de conflictos que llevó a los personajes a no ser capaces de reencontrarse con su estado de efervescencia idílica inicial. En pleno derrumbe de la historia, la cifra que pone en juego (en escena) el director es aquella que retrata a la pareja esforzándose por comprender, explicar, delimitar la causalidad de una ruptura inminente. Tras el pivoteo entre pasado y presente, queda una única presencia concreta: el material paso del tiempo. Lo que -al nivel de los personajes- se traduce en la visibilidad de una irremediable calvicie, de un rechazo total a las más básicas higienes sexuales. Entre sus argucias de montaje, Blue Valentine nos dice que no es posible explicar con palabras aquello que el cuerpo se ocupa de expresar a gritos.