Blues del petróleo.
Que el cine nacional de pretensiones altisonantes se convirtió en un mero mecanismo retórico, tan vacío como repetitivo, es un hecho innegable que podemos constatar en cada nueva propuesta con destino festivalero que llega de forma compulsiva a la cartelera local. Ajenos en gran medida al gusto popular y centrados en una imagen alternativa con respecto a Hollywood (“alternativa” quiere decir europea y vetusta, reduccionismo mediante), los ejemplos autóctonos ya no tienen los problemas técnicos de antaño pero siguen apresados a cierto tono severo del desaparecido “nuevo cine argentino”, aunque hoy peligrosamente cerca de aquellos mamarrachos del período previo, los opus que motivaron la “rebelión”.
Así las cosas, elementos que se creían superados como la sobreactuación, un naturalismo deficiente, la prolongación innecesaria de las escenas, la desidia en el desarrollo de personajes y los baches esporádicos en el guión, retornan de a poco a una “industria criolla” que continúa subsidiada/ mantenida artificialmente por el estado debido a la ausencia de un público específico, gracias a que las autoridades de turno se manejan desde el amiguismo, a partir de una perspectiva egoísta y con criterios del onanismo intelectual. Boca de Pozo (2014) es otro eco trasnochado de la década del 90 pero sin la fuerza ni el aire renovador de aquellos años, apenas un recuerdo muy lejano de la potencialidad de un cambio definitivo.
El film en cuestión hace una relectura de la obra de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, condimentada con algunos destellos de Ken Loach y Wim Wenders, con vistas a retratar la existencia de Lucho (Pablo Cedrón), un petrolero del sur que a pesar de disfrutar de un buen pasar económico, vive sumido en una depresión promovida por su adicción a la cocaína, sus deudas por apuestas varias y el “sueño” de escaparse con una prostituta, abandonando en el camino a su pequeño hijo y a su esposa embarazada. Si bien la película edifica un verosímil más que sugestivo, en función de locaciones reales que suman mucho a la escenificación, es incapaz de despertar un verdadero interés en el patético protagonista.
Como suele ocurrir, el principal responsable de este devenir monótono y plagado de estereotipos artys es el director Simón Franco, quien pudiendo complejizar la historia mediante personajes secundarios o giros narrativos concretos, se decide en cambio por un soliloquio -sinceramente soporífero por momentos- en el que Cedrón hace lo que puede. Un minimalismo hueco y cierta torpeza en la progresión dramática sólo provocan aburrimiento en esta colección de penas inertes que desaprovechan la oportunidad de analizar una profesión poco “trabajada” por el cine. Llegando la instancia del desenlace, Franco ni siquiera le saca el jugo a ese estrecho margen de tensión acumulada a lo largo del metraje…