Otro tipo de magia
En uno de los más hermosos diálogos de esta película, el niño Mason (Ellar Coltrane) le pregunta a su padre (Ethan Hawke) antes de irse a dormir, si en el mundo existen criaturas mágicas. La respuesta del padre no es la esperable: le responde que probablemente sí, ya que si se tiene en cuenta que por ejemplo hay en el océano monstruos mastodónticos llamados ballenas que podrían tragarse un auto, y en cuyas arterias podríamos entrar de cuerpo enero, podría significar que sí; quizá no las consideremos mágicas en un sentido estricto, pero tan sólo nos haría falta cambiar un poquito la perspectiva para comprender que perfectamente podrían serlo.
De la misma manera, hay en este abordaje, aparentemente apacible y naturalista, aparentemente casual, consistentemente agradable y encantador, algo así como una especie de magia; claro que un tanto diferente a lo que normalmente percibiríamos como tal. La filmación durante 13 años de un muchacho en crecimiento (unos pocos días cada año), desde los 5 años hasta los 18, en varios momentos de su vida desplegados a lo largo de casi tres horas que transcurren como un río, supone una proeza única en su especie, y da lugar a una obra que, pese a esa apariencia de naturalidad, es el resultado de un trabajo persistente, abnegado y meticuloso por parte de un creador y todo un equipo. Un montaje invisible va aportando cambios sutiles, casi imperceptibles en las facciones y en los cuerpos de los personajes (y de los actores) aunque con grandes saltos en las situaciones y en los entornos (el barrio, la familia, los compañeros de colegio). Lo que podría haber sido tan sólo un interesante experimiento antropológico, se encuentra brillantemente logrado y compaginado.
Además, la película goza de un notable sentido del humor, y está repleta de referencias culturales (libros, videojuegos, redes sociales) que también son elementos socializadores determinantes. Ver Boyhood es atestiguar el envejecimiento de los padres y simultáneamente el crecimiento y la madurez de los hijos, es observar acontecimientos específicos de una vida, quizá no los más relevantes ni los más determinantes, pero sucesos siempre ilustrativos de los recorridos que van moldeando la personalidad. Si el arte es un medio para mostrar o entender la vida, esta película es un notable cristal en el cual verse reflejado.
Boyhood es otro tipo de magia, una que sólo fue posible gracias a una notable perseverancia y a un brillante uso del lenguaje cinematográfico, y su visionado significa una experiencia única en su especie. No hay aquí efectos especiales, varitas mágicas o criaturas mitológicas, pero sólo basta con cambiar un poco la perspectiva para comprender que el director Richard Linklater, maestro del artificio, es uno de los grandes ilusionistas de nuestros tiempos.