Siempre es ahora mismo.
Resulta curioso que una obra como Boyhood (2014), que le ha costado tanto trabajo a su director Richard Linklater, combine una proeza extraordinaria a escala formal con una enorme sencillez a nivel del contenido. Para aquellos que todavía no lo sepan, vale aclarar que estamos ante la mítica película que el norteamericano ha estado construyendo durante los últimos doce años, filmando con paciencia al mismo elenco por un puñado de semanas cada determinada cantidad de meses, como si se tratase de un experimento de alcance antropológico más que cinematográfico. El producto final es una epopeya minimalista de 165 minutos que descansa en aquella efervescencia indie que marcó a la década de los 90.
El realizador vuelve a ubicarnos en Texas y a incluir muchos elementos autobiográficos con vistas a narrar la vida de Mason (Ellar Coltrane), desde la infancia del joven hasta su adultez. El naturalismo casi fundamentalista del guión y las improvisaciones eventuales a lo largo del rodaje imponen un fluir que abre la polémica en lo que respecta a la presencia o no de una “historia” propiamente dicha: si se pretende identificar grandes puntos de quiebre en el relato, éstos se manifestarán esquivos ya que aquí prevalece un “popurrí” de viñetas de tono afable y muy dinámico. Por suerte el convite se distancia bastante de la tímida trilogía de rip-offs de John Cassavetes que Linklater hizo con Ethan Hawke y Julie Delpy.
De hecho, Boyhood aúna sus dubitaciones animadas existencialistas, su vertiente industrial y un regreso algo nostálgico a la primera etapa de su carrera, sustentada en la idiosincrasia episódica del material de base y su obsesión con las contradicciones culturales y la riqueza creativa que ofrece la adolescencia. Una vez más la perspicacia política, los guiños para melómanos y las ironías sobre la “tolerancia hogareña” conforman un eje dramático que propone un retrato de esa intimidad suburbial que tanto le ha fascinado desde siempre. Ni la madre ni el padre de Mason tienen nombre ficcional (interpretados por Ethan Hawke y Patricia Arquette), lo que enfatiza la profusión de alegorías del cineasta acerca del divorcio.
Hoy el derrotero familiar sobrepasa por mucho al ámbito tradicional de este tipo de films, el colegio. Gran parte del metraje se enmarca en esa “apariencia de normalidad” a la que están condenados los protagonistas de la mayoría de las películas de Linklater, por lo general seres tan apasionados como reflexivos que deben “controlar” su inclinación hacia la disputa para subsistir o destacarse. Los “cambios” en la vida de Mason se reducen a las mudanzas ocasionales, las salidas de fin de semana con su padre y su hermana Samantha (Lorelei Linklater), y al “carácter irritado” de las distintas parejas de su mamá, otra de esas mujeres que sufre de una falta crónica de criterio a la hora de seleccionar a su compañero de turno.
Quizás estamos ante el proyecto más hedonista del director, quien parece volcarse a una exaltación de ese “presente eterno” que se esconde detrás de cada uno de nuestros pálidos intentos por solidificar un “estado de cosas” según pautas de conveniencia personal, negando el trasfondo voluble de todos los días. Presenciar el envejecimiento de los actores sin el artificio hollywoodense estándar representa una verdadera cachetada a un mainstream entregado al facilismo, la estupidez y el consumismo: el esquema caprichoso de Linklater escapa a la ambición poética o las sentencias tajantes, dejando en cambio la puerta abierta a una pluralidad de interrogantes sobre el sentido final del amar y el convivir en sociedad…