Autonomía de porcelana
Con Brahms: El Niño II (Brahms: The Boy II, 2020) se da un caso poco común en nuestros días, repletos de productos craneados desde el vamos para generar secuelas interminables, pero muy habitual en otras épocas: estamos ante una continuación de una película de impronta autocontenida que no fue creada para generar corolarios, lo que de inmediato provoca un fuerte choque a escala retórica porque se pasa del sustrato mundano de El Niño (The Boy, 2016), film que por cierto coqueteaba con el recurso de los muñecos del averno para luego entregarnos un remate de “adolescente psicótico escondido en los muros” símil las recordadas Bad Ronald (1974) y La Gente Detrás de las Paredes (The People Under the Stairs, 1991), a ese esquema sobrenatural prototípico del Hollywood actual que pretende explotar todo lo posible el quid y la premisa de la franquicia iniciada con Annabelle (2014).
Dicho de otro modo, esta secuela directa del opus dirigido por William Brent Bell y escrito por Stacey Menear -dos señores que hoy reinciden en sus respectivos roles- desvirtúa de manera grosera todo lo que El Niño había hecho relativamente bien sin llegar a ser una joya del terror ni mucho menos, léase el jugar con las expectativas del espectador a partir de un disparador más que interesante, centrado en una pareja de ancianos, los Heelshire (Jim Norton y Diana Hardcastle), contratando a una niñera (Lauren Cohan) para cuidar al tétrico muñeco de porcelana del título, Brahms, para luego volcar el asunto hacia el recurso citado del hijo real prófugo de la ley simplemente queriendo una “noviecita” con la que divertirse. Ahora el realizador y el guionista, motivados por el evidente éxito económico del primer film, deciden inventar la condición demoníaca del muchacho tieso para seguir facturando.
La metamorfosis dramática/ ideológica no tendría nada de malo si hubiese generado un producto más o menos potable, sin embargo lamentablemente no fue así porque Brahms: El Niño II es una película muy lenta a nivel narrativo y morosa en lo que respecta a los sustos con carnadura, esos que no son los jump scares cronometrados del mainstream más facilista y abúlico. En esta oportunidad es el matrimonio compuesto por Liza (Katie Holmes) y Sean (Owain Yeoman), con un pequeño hijo llamado Jude (Christopher Convery), el que se muda a la mansión de los Heelshire y redescubre al tremendo Brahms, ahora enterrado en las inmediaciones y muy “autónomo” y dispuesto a controlar el destino del chiquillo cual entidad que se fagocita todo lo que encuentra vía intermediarios de ocasión. Para colmo nos topamos con el cliché del trauma reciente ya que Liza sufrió un violento asalto en el hogar que dejó a Jude mudo y proclive -en su temor y vulnerabilidad- a la influencia del muñeco.
Bell y Menear no se molestan en llevar las cosas más allá de las tomas supuestamente tenebrosas de Brahms y la humanización del susodicho por parte del mocoso, quien anda de acá para allá con un anotador que utiliza para comunicarse con sus padres y para dibujar/ planificar asesinatos que jamás se trasladan a la pantalla por el trasfondo anodino de la propuesta. Si bien en el último acto hay un intento de levantar la intensidad retórica y hasta se podría decir que el film se toma su tiempo -demasiado- para un desarrollo de personajes algo unidimensionales, la verdad es que la obra se siente repetitiva, desperdicia a Ralph Ineson como un secundario que va y viene sin lógica alguna y nunca alcanza la algarabía de otras faenas del rubro como Chucky: El Muñeco Diabólico (Child's Play, 1988) o Muñecos Malditos (Dolls, 1987), sin tampoco profundizar en una dependencia ortopédica emocional que fue trabajada en propuestas como Lars and the Real Girl (2007) y Love Object (2003).