Se sabe que uno tiende a identificarse con el punto de vista del protagonista de una película. Su enfoque suele ser en la mayoría de los casos (pero, ojo, no siempre) el que nos permite la entrada al universo del filme. La identificación con el protagonista, algo un poco más profundo, se asocia a la empatía. Ésta a su vez viene dada por los rasgos de carácter humanos que hacen que el personaje nos importe, y de allí que habilitan nuestra comprensión.
El cine de terror opera muchas veces como una forma de subversión respecto de los parámetros tradicionales de identificación. ¿A qué apunta esto? A que los personajes icónicos del género no son tanto los protagonistas que se ven amenazados por una figura que encarna el mal, como sí lo son los verdaderos malos de la película. Si los psicópatas reconocidos de este cine ocupan un lugar dentro de la cultura popular, si su éxito ha sido tal que engendraron secuelas, precuelas, remakes y demás, tiene que ser porque el público ha sabido estrechar lazos con ellos. Es evidente, claro está, que nuestra empatía no puede situarse del lado de ellos por su naturaleza asesina. Y sin embargo, la fascinación incómoda que producen se mantiene intacta.
Brightburnes una película que trabaja con enorme inteligencia la cuestión de la identificación y la fascinación con el horror. Una pareja intenta tener hijos, y al no poder hacerlo termina adoptando a un bebé proveniente de un meteorito que cayó del cielo. El niño crece y se da cuenta de que tiene poderes. Hasta acá, la misma premisa de base que la historia de Superman, salvo que el pibe empieza a usarlos para el mal. El sólo trocamiento del devenir del famoso superhéroe constituye de por sí un comentario acerca de la gran cantidad de películas basadas en personajes de cómic, invitando a una relectura mucho más tenebrosa.
La película comienza con los padres intentando concebir y escuchando de pronto la caída del meteorito. De ahí salta inmediatamente a unas imágenes filmadas a modo de videos caseros, mostrando la infancia de Brandon y situándonos dentro del entorno familiar. Lo vemos luego en el presente, a sus doce años. Es interesante cómo el filme nos sitúa primero en el lugar del niño, como un personaje ordinario, y nos vemos fascinados con el progresivo descubrimiento de sus poderes. Durante esta primera parte, Brandon se muestra todavía sorprendido ante sus nuevas capacidades, y el modo en que la cámara lo capta nos pone en su misma situación, logrando que nos identifiquemos con él.
Pero de a poco, el comportamiento de Brandon va tornándose cada vez más extraño, y el uso de sus poderes como fuente del mal de a poco nos aleja de él. En esta distancia que se de un momento a otro se impone sobre el personaje reside otro de los grandes aciertos del director David Yarovesky y del guionista James Gunn, puesto que pasamos de empatizar con él a verlo como la mayor amenaza posible. Y ahí donde un atajo posible era asociar la maldad del personaje a una cuestión psicológica aparte de sus poderes, Brightburn opta por apenas amagar con ello. Por eso, cuando en una escena terrible Brandon destroce la mano de la compañerita de colegio que intentaba simpatizar con él, entendemos que su figura no puede encarnar otra cosa que no sea el mal en estado puro. De allí que los poderes que llaman a Brandon a “tomar el mundo” no sean otra cosa que una fuerza sobrenatural sin explicación racional posible.