Brooklyn

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

Los sueños del migrante.

Hasta cierto punto Brooklyn (2015) funciona en términos concretos como un gajo más -tan conservador como humilde- de ese mismo árbol genealógico que nos deleitó con la extraordinaria Carol (2015): estamos ante una especie de nota al pie cinematográfica de aquella, ya que por un lado mantiene el apartado “reconstrucción personal” y por el otro reemplaza la dialéctica de los prejuicios sociales por la angustia de los que deben dejar su hogar para probar suerte en tierras lejanas. El contexto es idéntico en ambos casos (la New York de la década del 50) y la perspectiva también (el melodrama de cadencia serena), sin embargo aquí no encontramos la complejidad de Todd Haynes sino un régimen discursivo muy simple que trae a colación la eficacia que a veces puede ofrecer la desnudez retórica.

La primera lectura que canaliza el film viene de la mano de su esplendorosa protagonista, Saoirse Ronan, una veinteañera de cara angelical que hasta este momento había sido encasillada en el binomio “señorita sufriente/ luchadora gélida”; con un corpus profesional compuesto por las interesantes Camino a la Libertad (The Way Back, 2010), Hanna (2011), Byzantium (2012) y Río Perdido (Lost River, 2014), la desastrosa Desde mi Cielo (The Lovely Bones, 2009) y la mediocre La Huésped (The Host, 2013). En Brooklyn por fin puede despegarse del cliché vía el personaje de Eilis, una joven irlandesa que atraviesa el Océano Atlántico para intentar anidar en el barrio del título, donde trabajará en una tienda por departamentos y se enamorará de Tony (Emory Cohen), un fontanero italoamericano.

Aquí la actriz despliega todo su talento no sólo en lo referido a las aflicciones reprimidas de la adolescencia, abriéndose camino -gracias a un registro naturalista y sutil- hacia la mejor performance de su carrera, ya en el campo de los dilemas de la adultez. Al igual que en Carol, las veleidades y los detalles de la época juegan un papel importante en un entorno dominado por la conmoción afectiva, pero siempre como “telón de fondo” de los vaivenes del corazón y jamás pasando al primer plano, como ocurre en casi cualquier otro exponente del mainstream contemporáneo. El trazo grueso en la demarcación de los personajes no está presente porque tanto el minimalismo de la puesta en escena y la dinámica de la intimidad constituyen los núcleos centrales del convite, por sobre todo atajo y/ o reducción dramática.

El opus del siempre prolijo John Crowley, a partir de un guión de Nick Hornby, inclusive se toma la molestia de amortiguar la típica introducción del tercero en discordia, ya avanzado el metraje, mediante una correcta sistematización del antagonismo del caso y la estrategia de enfatizar que ningún “estado de cosas” es perenne (el viaje de Eilis de vuelta a Irlanda, luego de la muerte de su hermana, ejemplifica lo anterior porque la susodicha halla cambios por doquier, descubriendo que los sueños del migrante pueden materializarse en casa). Como en toda buena exaltación de los sentimientos, Brooklyn restaura una vez más el valor que poseen las decisiones individuales en el destino de cada pareja: hoy las pequeñas mentiras y las lágrimas del género no pesan más que las paradojas del propio ser humano…