Brooklyn

Crítica de Fernando López - La Nación

Una bienvenida rareza

Un film bello, sensible, transparente en su sencillez, que emociona sin ceder al sentimentalismo y conmueve con su delicado clima de nostalgia. Es el retrato de una joven irlandesa de la década del 50 en la época (tiene poco más de 20 años) en que decide emprender una nueva vida en otro país -los Estados Unidos, más exactamente Brooklyn, donde la ruptura no será para ella tan brusca porque ese mismo destino han elegido antes muchos otros compatriotas-, aunque deba enfrentar el previsible dolor de la nostalgia del hogar.

Del otro lado del mar habrán quedado su madre, sus mejores amigas, entre ellas la hermana que ha tenido tanto que ver con la concreción de la mudanza como el sacerdote que le consiguió vivienda y empleo en el nuevo país. Lo que significa que los dos temas que dominan esta historia personal y colectiva -crecimiento y nostalgia, ya que mucho se apunta aquí sobre las ventajas y las tristezas de la inmigración- son los mismos que provienen de la novela de Colm Tóibín, de la que el adaptador, Nick Hornby (el autor de Alta fidelidad), supo sacar el mejor provecho. El viaje es también, pues, el que llevará a Eilin (que así se llama la protagonista por cuya admirable interpretación Saoirse Ronan es una comprensible candidata al Oscar) de la asombrada y recién llegada jovencita solitaria y todavía un poco desorientada a la mujer segura de sí misma a la que se le abre un porvenir cada vez más promisorio. De a poco irá también de la dependencia infantil a la mujer independiente, sobre todo a partir del momento en que nazca la relación con Tony, un gentil plomero de origen italiano tan honesto y bienintencionado como ella.

Claro que no faltará el giro dramático, y como consecuencia de éste habrá un regreso a casa y otra determinación difícil que tomar.

Son muchas, variadas y decisivas las opciones que se le presentan a la protagonista, y a todas responde Saoirse Ronan con admirable expresividad. No le hacen falta palabras para traducir su ánimo. Le basta con sus miradas, con las gestos más mínimos para que el espectador conozca cada estado de su espíritu. Se la ve madurar en cada escena. Asumir sus pequeñas vacilaciones, iluminar su honda felicidad con apenas un esbozo de sonrisa, la sombra de un pensamiento que la apena en la que por un instante opaca el brillo de su mirada.

En Brooklyn, el espectador ve el mundo con la mirada de Eilin, y también -a veces- con los ojos igualmente diáfanos del franco Tony (Emory Cohen). Es imposible sustraerse a la seducción de ese silencioso mensaje de emociones que la cámara de John Crowley percibe y traduce con maravillosa exactitud. La misma que ha aplicado Hornby para entender la prosa de la novela y traducirla en diálogos que nunca están de más. En pocas palabras, un producto que resulta casi una bienvenida rareza en el cine de hoy.