Aguas infestadas de tiburones.
No hace mucho tiempo, específicamente durante las décadas de los 80 y 90, gran parte del espectro hollywoodense estaba dedicado a propuestas similares a Bus 657 (Heist, 2015), en esencia películas de acción muy ingenuas que prometían violencia, detalles de comedia, caras conocidas, muchas inconsistencias narrativas y una catarata de estereotipos de la más variada naturaleza. A condición de aceptar que hablamos de un enclave del entretenimiento pasatista, que en algún momento fue funcional al reaganismo para luego caer en la autoparodia consciente, podremos avanzar en el análisis del recorrido histórico del cine de acción: mientras desaparecía aquel equilibrio entre la figura encargada de la masacre y la montaña rusa visual, la experiencia se volcaba progresivamente hacia este último apartado.
Así como la supremacía de los todopoderosos CGI fue expulsando a los héroes inflados de antaño (Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Jean-Claude Van Damme y afines), la industria norteamericana implementó estrategias complementarias con vistas a facilitar el cambio de paradigma en lo que respecta a la testosterona: vació el rol protagónico vía la incorporación de una pluralidad de actores de rasgos uniformes y sin demasiado carisma, reemplazó la fanfarria de las explosiones por proezas homologables a las de los deportes extremos, y en general dejó de lado la parafernalia gore para intercambiarla con la higiene de los planos digitales y los golpes/ disparos más pulcros e inertes, sin las queridas armas blancas del pasado, las amputaciones, los rugidos o el derramamiento de fluidos corporales.
En un contexto dominado por la anodina franquicia iniciada con Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001), resulta refrescante una obra de índole retro que combina el subgénero de los asaltos (su título en inglés lo hace explícito), el melodrama familiar (aquí se exculpa al protagonista de manera grosera) y aquella premisa en extremo delirante de Máxima Velocidad (Speed, 1994), de Jan de Bont (el título en castellano nos sitúa en el escenario principal de la epopeya de turno). Vaughn (Jeffrey Dean Morgan) trabaja como crupier en un casino administrado con mano dura por “El Papa” (Robert De Niro), un especialista en lavado de dinero de la mafia que atraviesa sus últimos días de vida, por lo que intenta enmendar -infructuosamente- la relación con su hija Sydney (Kate Bosworth).
Vaughn, a su vez, tiene apenas unas jornadas de plazo para reunir 300.000 dólares para la operación que necesita su pequeña hija, ya que el seguro médico no cubre los costos. Por supuesto que de la nada aparece Cox (Dave Bautista), un “representante” de la seguridad del casino, con la propuesta de robar el dinero sucio de El Papa y dividirse el bello botín. Situaciones variopintas y tiroteos mediante, los ladrones terminan escapando a pie del lugar y subiendo de improviso a un ómnibus, lo que deriva en una toma de rehenes y una persecución cabeza a cabeza con las fuerzas estatales. El guión de Stephen Cyrus Sepher y Max Adams juega con agilidad a tres puntas, pasando de la angustia del interior del micro al acoso policial y a la avanzada del lugarteniente de El Papa, Derrick (Morris Chestnut).
Resulta curioso que hasta las infaltables secuencias centradas en el vértigo y la adrenalina sean relativamente escasas en comparación con la amplitud de un desarrollo de personajes bastante ridículo pero eficaz; apuntalado en clichés, diálogos discretos y el buen desempeño del elenco a nivel macro (considerando el material humano involucrado y el tono inocente de la historia). Desde ya que De Niro cumple con creces como un mafioso de corazón herido y que Morgan calza perfecto en el papel de un padre “obligado” a delinquir para salvar a su hijita y a defenderse como pueda en aguas infestadas de tiburones. El director Scott Mann mantiene en todo momento un pulso terrenal que impide la intervención del artificio hollywoodense contemporáneo, regalándonos una apología sincera del sacrificio…