“No sé quién eres, no sé qué quieres. Si lo que quieres es dinero, te puedo decir que no tengo. Pero lo que sí tengo es un conjunto muy particular de habilidades, habilidades que he adquirido a lo largo de una prolongada carrera. Habilidades que me hacen una pesadilla a gente como tú. Si dejas ir a mi hija en este momento, aquí acaba todo. No te buscaré, no te perseguiré. Pero si no lo haces, te buscaré, te encontraré y te mataré”. Imposible no recordar esa determinante muestra de coraje y de amor hacia su hija con la que Bryan Mills (Liam Neeson) iniciaba la persecución para dar con Kim en el film original.
Cuatro años más tarde llega esta previsible e innecesaria continuación que arranca poco tiempo después de concluida aquella primera historia. Padres, hermanos e hijos de que quienes fueron asesinados por Bryan deciden cobrar venganza: en definitiva para los malhechores los lazos de sangre siempre son lo más fuerte y aquello por lo que están dispuestos a morir, aún sabiendo que no tienen oportunidad de ganarle a una máquina de matar como lo es este ex agente de la CIA.
Un viaje de negocios lo llevará hasta Estambul, ciudad a la que viajan su hija y ex mujer para sorprenderlo. La felicidad del reencuentro durará poco: los padres serán secuestrados y ahora Kim será la responsable de rescatarlos.
Explosiones, persecuciones, tomas aéreas a la orden del día, planos cortos, montaje veloz, un impersonal estilo de dirección rubricado por Olivier Megaton y un guión manufacturado para tener un éxito pochoclero (la primera parte recaudó $224 millones de dólares) es lo que nos brindó Luc Besson en uno de sus proyectos menos inspirados.