Contrastes (de Ford y Bresson a Zeffirelli)
No hay improvisación. Hay improvisados. Spielberg es de esos directores que eluden el concepto, que dan varias vueltas antes de caer en ese grupo. Heredero del estilo Lang & Hitchcock (no en la estilística de la puesta en escena sino en la precisión de la planificación previa), nada queda librado a la imaginación y todo desemboca en el gran espectáculo (también, como Lang y Hitchcock, Spielberg es un gran director de escenas). Hasta ahí la filiación indirecta, ya que Caballo de guerra es un ostensible comentario al cine de John Ford. En este punto hay, si se quiere, un ejercicio de estilo de esos que se las traen e irritan a los puristas fordianos porque hay un saqueo a mano armada de muchas películas del irlandés. El problema es que ahí donde Ford consigue un abanico de posibilidades y sensaciones frente a un hecho -uno de los motivos que le permiten transitar distintos géneros y tonos en una sola película- Spielberg se queda atascado en el barro de la cursilería. Pero es complejo.
Caballo de guerra también revisita al Spielberg de los años '80 (puntualmente El imperio del sol), pero lo hace desde una sensibilidad tan exasperantemente (¡exasperantes son los adverbios!) melodramática y recargada que resulta imposible no pensar en un ejercicio con cierta dosis de manierismo e ironía como la que algunos críticos leyeron en una película como Más allá de la vida, de Clint Eastwood.
A esta altura de la soirée afirmar que Spielberg sabe filmar, que lo hace con oficio, belleza y fluidez es una verdad de Perogrullo. El asunto, el desafío que nos supone Caballo de guerra, es escaparle a la trampa de la extorsión emocional o entregarse a las mieles del melodrama más sentimentaloide que va a entegar el año. De ahí que, contrario a los festejos y la aceptación masiva que supuso la recepción de Las aventuras de Tintín, sea Caballo de guerra una película infinitamente más incómoda.
¿Por qué extorsión emocional? Porque Spielberg filma una historia que le debe mucho a Al azar Baltazar, de Robert Bresson, pero mira el mundo con la sensibilidad qualité y cierta cursilería de un Franco Zeffirelli. Encuadra como John Ford, pero construye personajes con una psicología propia de un folletín decimonónico.
¿Qué le pasa a Spielberg? Difícil saber si se entrega a un ejercicio de cinismo (algo que nunca ocurre en su obra) o abraza la cursilería para, en su repetición sistemática de lugares comunes, como con el carbón, obtener piedras preciosas, viendo en lo común lo extraordinario. Ese único riesgo que implica la apuesta supone mirar la película con atención, mirarla dos veces, con ojos estrábicos, con sensibilidades imposibles encontradas. Ahí, en el arte de lo no planificado, en la irrupción azarosa de un tercer elemento, de un hijo bastardo tras un encuentro imprevisto, es en donde esta película se mueve y nos gana.
Si somos capaces de superar esos obstáculos, esos prejuicios que obturan los ojos (los que los obturan a favor y en contra, como si fuera un ringside la cosa) vamos a encontrar un ejemplo notable y subversivo dentro del mismo sistema industrial, porque Caballo de guerra es una de esas películas que nos dejan dudando sobre lo que vimos (como duda de todo lo dicho anteriormente este humilde crítico), dudando en un mar de lágrimas y mocos, para que negarlo… ¡pero cómo no abrazar las contradicciones! (las reales y las aparentes), Coleridge dijo alguna vez “A tear is an intellectual thing”: pensemos llorando, entonces.