Amor y ascenso social
Desde hace ya muchos años que Woody Allen es completamente inimputable porque sus películas -más allá de los desniveles cualitativos entendibles en una carrera tan extensa y prolífica- siempre se ubican muy por encima del promedio industrial contemporáneo y su pobreza conceptual. Aclarado lo anterior, se puede afirmar que Café Society (2016) es otra comedia redonda del octogenario realizador, quien en esta oportunidad conserva el tono distendido de su opus previo, la también interesante Hombre Irracional (Irrational Man, 2015), sólo para volcarlo hacia el derrotero de un triángulo amoroso con el Hollywood clásico de la primera mitad del siglo pasado como telón de fondo (ahora las referencias a Crimen y Castigo, de Fiódor Dostoievski, mutan en un homenaje/ parodia concienzuda al que podemos definir -fruto de la recurrencia- como el período histórico favorito de Allen).
Si bien el eje central del relato es el juego de interrelaciones entre Bobby Dorfman (Jesse Eisenberg), un joven neoyorquino que en la década del 30 llega a Los Ángeles en busca de un lugar en la industria del espectáculo, Phil Stern (Steve Carell), tío del anterior y representante de actores famosos, y Vonnie (Kristen Stewart), secretaria/ amante de Phil y cada día más allegada a Bobby; a decir verdad el guión se abre continuamente para abarcar a la familia judía del muchacho (que incluye a unos padres muy particulares, una hermana casada con un docente y un hermano con una carrera meteórica en el crimen organizado) y a toda la fauna del todopoderoso mainstream cultural (esta dimensión está trabajada con cierta superficialidad por Allen, principalmente a través de sus propias intervenciones como narrador de la historia, aunque por suerte siempre remarcando la hipocresía de Hollywood).
De hecho, a medida que avanza el metraje se hace palpable que el cineasta utiliza las idas y vueltas, las “caras de piedra” y las mentirillas del triángulo como una metáfora del doble discurso de Los Ángeles. En esta denuncia tangencial hay una diferencia importante en cuanto a la graduación si comparamos al film con ¡Salve, César! (Hail, Caesar!, 2016), una obra temáticamente similar: mientras que en el opus de los hermanos Joel y Ethan Coen el ritmo era frenético y la trama abarcaba las aristas agridulces del negocio, aquí el ímpetu de Allen es más reposado y hasta trata con cariño a Stern, el personaje que representa al mainstream (si antes Eddie Mannix era un adicto al trabajo, tan riguroso como eficiente en su rol de “fixer” de los estudios, hoy Carell le otorga a Stern un brío ameno que lo exculpa vía sus dubitaciones sensatas en torno a la posibilidad de renunciar a su esposa por Vonnie).
Un problema frecuente de algunas de las últimas películas de Woody está condensado en los elencos, cuyo desempeño es apenas correcto debido a que la gran mayoría de los intérpretes actuales deja mucho que desear y se sitúa muy lejos del nivel de lo que fueron Diane Keaton o Mia Farrow, por nombrar sólo dos ejemplos. Eisenberg y Stewart son exprimidos con inteligencia por el neoyorquino, sin duda uno de los más grandes directores de actores de la historia del cine norteamericano, pero el señor tampoco hace milagros: ambos cumplen dignamente aunque nunca terminan de aprovechar del todo la riqueza de base del guión, y en los primeros planos -en especial los del desenlace- se perciben las deficiencias dramáticas. Una vez más el poderío del relato recae en la sabiduría narrativa y existencial de un Allen siempre arrollador, con una claridad de intenciones en verdad prodigiosa. Los entretelones del amor se unifican con el sueño del ascenso social, dos quimeras entrecruzadas por las mismas paradojas y la misma melancolía ante lo perdido…