Un film francés contemporánea y encantador
El espíritu de Jacques Demy, el desparpajo payasesco de Antoine Doinel, la fresca gracia del primer Godard, las osadías del amor sin tabúes de la nouvelle vague, pero también la delicada atmósfera romántica y tristona de Los paraguas de Cherburgo , la tenue melancolía de Truffaut y la ligereza de las canciones pop para expresar la emoción o aligerar la gravedad del duelo y la ausencia. Nada de eso falta en Canciones de amor , pero Christophe Honoré ha hecho bastante más que nutrirse de imprecisas memorias de imágenes antiguas o de los ecos de viejas músicas. Ha hecho una obra propia, nueva, moderna. Un film (no una comedia) musical, con personajes que viven en una reconocible París invernal, cantan su amor, su insatisfacción, su desconsuelo y sus euforias o simplemente dejan fluir su pensamiento para exponer lo que los preocupa o conmueve. Las citas constituyen un homenaje cariñoso a un cine que ya no existe, pero ritmos y sonidos, conductas y conflictos son los de este tiempo, y la vitalidad, una marca muy contemporánea que el film hace suya en la cámara, el montaje y la puesta de escena.
En esta obra exquisita y entrañable que no sacrifica la gracia ni siquiera cuando la muerte irrumpe del modo más inesperado, la simbiosis entre guión y canciones es uno de los grandes aciertos. No es para menos si se considera el íntimo compromiso personal del compositor y letrista, Alex Beaupain, con el tema. No sólo porque es amigo y colaborador de Honoré desde la juventud sino porque fue él quien vivió en carne propia la tragedia que está en el centro del relato; por ese motivo prefirió mantenerse a distancia del rodaje y sólo aparece en el film unos pocos minutos, en esa escena clave, sentado al piano y cantando una de las primeras canciones que escribió en memoria de su compañera. Sus canciones jamás quiebran la acción: la prolongan. Y le confieren al film un encanto que seduce.
Desde el principio la historia gira alrededor del indeciso, inconstante y juguetón Ismaël, un periodista que ha enamorado con su simpatía a toda la familia de su novia, y por supuesto a Julie, en quien, sin embargo, se percibe cierto descontento; tal vez por eso la pareja se ha embarcado en un ménage à trois con Alice, una compañera de Ismaël. La magnífica escena del domingo en el armónico hogar de los padres anticipa el tono afectuoso, la gracia y la fresca elegancia que presidirá toda la narración. Pero enseguida sobreviene la tragedia que sume a todos en el estupor. Cada uno sobrellevará el duelo como pueda: algunos vínculos se estrecharán; habrá quien ofrezca ayuda generosa (Jeanne, una de las hermanas de Julie); quien se consuele con un nuevo novio (Alice) y quien, como Ismaël, se deje ganar por el desconsuelo, procure el aislamiento y ensaye vanamente nuevas conquistas femeninas sin sospechar que no será allí donde encontrará la mano amiga que rescatará su corazón.
Si Louis Garrel descuella por su carisma y su enorme repertorio de recursos (baste comparar la escena del cementerio con aquella en la que convierte en títere un repasador), puede decirse que todo el elenco está en estado de gracia: Chiara Mastroianni, Ludivine Sagnier, Brigitte Rouen (madre luminosa y tierna) y Grégoire Leprince-Ringuet, el muchacho sin miedos para quien todo está por comenzar, incluso el amor.
El film es como una danza que, igual que la vida, engarza alegrías y penas. Una delicia que enamora y a la que mucho aporta la belleza de París.