La transfiguración familiar
En esta pequeña joya de retiro bucólico y encontronazos con una sociedad poco interesada en comprender a los que habitan sus márgenes, el realizador Matt Ross encauza una de las mejores actuaciones de Viggo Mortensen, el alma de una propuesta bellísima.
En un bosque distante un joven, con su cara y cuerpo ennegrecidos, acecha y luego mata a un ciervo sin recurrir a nada más que sus manos y un cuchillo. Mientras el cadáver del animal todavía está caliente, vemos que a través de la vegetación surgen cinco chicos más, todos portando asimismo camuflaje de ocasión, y un único adulto, Ben (Viggo Mortensen), padre de la prole y responsable de este rito de iniciación: de inmediato el susodicho le informa al muchacho que “hoy el niño murió… y en su lugar yace un hombre”. Durante los próximos minutos descubriremos que la familia vive aislada en un enclave rústico desde hace años, que la madre tuvo que ser internada en un hospital y que el clan en su conjunto comulga con una filosofía política anticapitalista vinculada a la izquierda, el budismo y la autosuficiencia, lo que incluye además un entrenamiento físico e intelectual muy estricto.
Cuesta imaginarlo pero la verdad es que Capitán Fantástico (Captain Fantastic, 2016) viene a ratificar que aún quedan cosas por decir en el campo del conflicto entre barbarie y civilización, una incompatibilidad que reproduce la vieja incógnita que plantea la existencia del otro, ese ser heterogéneo que no comprendemos del todo. El segundo film del actor reconvertido en director Matt Ross evita los clichés del “buen salvaje” porque nos presenta a unos protagonistas cultos, atléticos y rigurosos en su ideología libertaria; por un lado esquivando las alusiones a las sectas protestantes, tan típicas de Estados Unidos, y por el otro enalteciendo la pedagogía autodidacta y socialista, en la que -por ejemplo- se festeja anualmente el natalicio del gran Noam Chomsky. De hecho, la familia de Ben se define a sí misma como una alternativa sensata al consumismo automatizado de los norteamericanos.
Por supuesto que el catalizador para que la burbuja de la “comunidad perfecta” estalle es la muerte de Leslie (Trin Miller), la figura materna, circunstancia que obligará a todos a abandonar su hogar para asistir al funeral cristiano que Jack (Frank Langella), el padre burgués y acaudalado de la fallecida, organizará de manera unilateral a pesar de conocer de sobra que la mujer deseaba ser cremada, no enterrada en un cementerio. Adoptando la estructura de las road movies, el guión del propio Ross se concentra en el viaje de Ben y compañía en pos de defender la voluntad de Leslie, un trayecto de impronta antropológica en el que conviven el inconformismo y el melodrama, los dos extremos de un mismo andamiaje narrativo que el realizador sabe administrar con sutileza. La historia hace del minimalismo indie su principal bandera y utiliza al humor para subrayar los puntos ásperos.
Hay en toda la propuesta un interés muy marcado por retomar el costado más etnográfico del cine de autores como Werner Herzog, Peter Weir y Terrence Malick, señores que han examinado los intersticios de la confluencia entre modelos opuestos en lo que respecta al arte de habitar el mundo y relacionarse con la flora, la fauna y el resto de la humanidad. La película juega con el fantasma de una paternidad amputada (la posibilidad de que Jack haga arrestar a su yerno si éste se presenta en el velatorio), no prejuzga en ningún momento al entramado afectivo (Leslie fue la única hija de Jack, quien a su vez responsabiliza a Ben por años de alejamiento) y hasta se decide a explorar mucho más los problemas previos a la odisea que los que surgen de ella (más allá del descubrimiento del proceder citadino y banal por parte de los pequeños, aquí priman un duelo vitalizante y la discordia de lo antagónico).
No sólo el trabajo de Ross es digno de elogio, ya que la fotografía de Stéphane Fontaine y la actuación de Mortensen también son exquisitas: el primero se destaca mediante una paleta de colores furiosos que se ubican cómodos entre el naturalismo y la belleza etérea, y el segundo ofrece otra interpretación apabullante, capaz de abarcar toda una gama de emociones con una solvencia y un profesionalismo en verdad encomiables. Mientras que muchas otras epopeyas de transfiguración familiar caen en los facilismos de la comedia atolondrada o los instantes de reflexión de segunda mano, basados en un registro bombástico consagrado a los latiguillos, Capitán Fantástico -en cambio- analiza desde la astucia y la mesura los abusos e injusticias de una cosmovisión occidental contemporánea de resonancia sádica para con los diferentes y profundamente hipócrita, adepta al sexo y la violencia pero siempre tendiente a escandalizarse ante la introspección seca, la denuncia de la inoperancia institucional/ estatal o frente a cualquier esquema anarquista que niegue los pormenores del ocio transformado en mercancía y mecanismo de fuga de la praxis diaria.