El demonio no le tiene miedo al ridículo
Emily, la asistente social cuya paciencia infinita cree traducir Renee Zellweger en el invariable susurro de su voz y la no menos invariable expresión de su rostro, está sobrecargada de trabajo, pero lo mismo se las arregla para seguir de cerca cada uno de los difíciles casos que se le presentan en la escuela donde trabaja.
El 39, por ejemplo, que es el de Lilly, una chica de 10 años que con sus calificaciones en baja, su aislamiento y su eterna cara de miedo, tiene todo el aspecto de ser una víctima del abuso familiar. Aunque de las entrevistas con los padres se infiere que algo no anda muy bien en la relación, los especialistas de psicopedagogía deciden que sin pruebas no puede acusárselos de nada. Pero Emily, tan enteramente consagrada a su trabajo que ni tiempo tiene para concretar su relación con un joven colega, no abandona el asunto, se gana la confianza de la nena en un abrir y cerrar de ojos, se compromete a protegerla y le da su número de teléfono para que acuda a ella cuando la necesite.
Menos mal, porque cuando se produce el primer pedido de auxilio, la protagonista sale a toda velocidad acompañada por un policía amigo e irrumpe en la casa justo en el momento en que los papás acaban de encender el gas para cocinar a la nena en el horno. Es uno de los momentos más cómicamente ridículos de esta historia sin pies ni cabeza que mezcla psicopatía infantil con satanismo y se vale de cualquier recurso para horrorizar aunque por lo general termina produciendo más risas que sustos. Lo malo es que el humor, en este caso, no parece deliberado.
Queda claro por qué el film, rodado en 2006 por el alemán Christian Alvart, debió esperar tres años para su estreno.