El alma no resucita
Tanto Cementerio de Animales (Pet Sematary, 1989) como el gran libro original homónimo de 1983 de Stephen King constituyeron más una reflexión sobre las distintas formas de lidiar con la muerte que una simple historia acerca de cadáveres que vuelven a la vida luego de enterrarlos en determinado campo santo indígena, a lo que se agregaban formulaciones complementarias vinculadas al hecho de que el ser humano nunca aprende la lección (así se tropieza incansablemente -una y otra vez sin cesar- con la misma piedra) y al problema de tener que relacionarse con la familia de la pareja cuando la susodicha está… viva (el sustrato melodramático de desavenencias en el centro del clan se mezclaba con los ardides fantásticos clásicos de La Pata de Mono alias The Monkey's Paw, el archiconocido cuento de 1902 de W.W. Jacobs sobre el trágico devenir de los sueños cumplidos y sus correlatos).
Por más que la película original no era perfecta y funcionaba mejor en términos alegóricos que narrativos, sinceramente nadie pedía una remake pero al Hollywood actual de muy pocas ideas esto nada le importó y aquí tenemos una flamante traslación de la novela de King, quien por cierto había firmado el guión del opus de 1989 de Mary Lambert: los directores a cargo de la faena, Kevin Kölsch y Dennis Widmyer, aquellos de la gratificante Starry Eyes (2014), redondean un trabajo bastante digno que modifica algunos ítems de la propuesta original aunque consigue respetar el espíritu deliciosamente tétrico y morboso de base, lo que en la praxis significa que ahora es la hija -y no el nene/ bebé- del matrimonio protagónico el que muere y que se refuerza la poderosa idea de fondo de la destrucción familiar mediante un desenlace un poco más cáustico que conserva lo “no dicho” de antaño.
La trama vuelve a girar alrededor de la llegada de una parentela de burgueses de buen pasar a una casa inhóspita de Maine, compuesta por el padre médico Louis Creed (Jason Clarke), la madre ama de casa Rachel (Amy Seimetz), la alumna de primaria Ellie (Jeté Laurence) y el crío pequeño Gage (Hugo y Lucas Lavoie). Cuando fallezca el gato del clan, Church, atropellado por los camiones que circulan a toda velocidad por una carretera muy cercana, el hombre terminará siguiéndole la corriente a un vecino, el veterano Jud Crandall (un John Lithgow perfecto), en eso de enterrar al animal en una superficie específica y bien árida con el objetivo de que resucite y así ahorrarse el tener que encarar la eventual depresión de Ellie, la dueña de la mascota. La tentación de aplicar el “milagro” a su propia hija será muy grande luego de que la nena perezca en otra triste fatalidad vehicular un tanto predestinada.
El muy correcto guión de Jeff Buhler incluye las advertencias desde el más allá de Victor Pascow (Obssa Ahmed), ese muchacho atropellado al que Louis trata de salvar y pronto muere por sus heridas en la cabeza, sin embargo les asigna menos importancia porque hoy resulta primordial las perspectivas contrapuestas -en cómo enfrentar a la parca se refiere- de las figuras masculina y femenina del clan, con el padre eligiendo aceptarla sin esperanzas de paraíso/ cielo y con la madre substrayéndose en la colección tradicional de delirios religiosos porque arrastra el trauma de haber visto fallecer de niña a su tenebrosa hermana Zelda (Alyssa Brooke Levine), enferma crónica de meningitis espinal. En el medio se encuentran esos zombies malévolos de Church y Ellie que niegan ambos puntos de vista, indicando que algo hay después de la muerte pero que de celestial o utópico no tiene nada.
Clarke es un muy interesante reemplazo del de por sí eficaz Dale Midkiff y lo mismo ocurre con Lithgow en relación a Fred Gwynne, pero Seimetz cae un poco por debajo de Denise Crosby porque no es tan buena actriz ni tiene la presencia de aquella. Quizás lo más atractivo de esta remake/ readaptación es que esquiva en gran medida la aceleración narrativa estándar de nuestros días y se toma su tiempo para construir a los personajes -al igual que la obra previa- con el objetivo de que la andanada de golpes anímicos del último capítulo se sientan más. Este concepto bien nihilista de un dolor cíclico que nos hace inventar excusas para volver a caer en la corrupción se unifica con el miedo eterno a que el alma, esa noción que engloba la personalidad y los recuerdos de los sujetos, desaparezca para siempre a raíz del óbito, frontera insondable que todos algún día llegaremos a cruzar…