Abandono y displicencia.
¿Qué sería de nuestra vida como cinéfilos sin las películas de venganza? Definitivamente estaríamos condenados a un devenir mucho más triste. Existen pocas situaciones más gratificantes que la de impugnar la inoperante autoridad estatal con vistas a hacer justicia por mano propia y cobrarnos de paso los intereses punitorios de turno. Si a ello le sumamos el hecho de que la muerte de otro ser humano es a veces la única reparación admisible, ya tenemos el cóctel necesario para equilibrar los tantos y encontrar un resarcimiento ficcional al cúmulo de iniquidades cotidianas. A pesar de la ilustre y extensa tradición del subgénero en la pantalla grande, hoy Cenizas del Pasado (Blue Ruin, 2013) viene a demostrar que aún es posible hallar una pequeña sorpresa que reinstale a la desesperación como fuerza matriz.
El comienzo es tan preciso como fulminante: Dwight (Macon Blair), un vagabundo, escapa desnudo por la ventana de la casa de una familia burguesa cuando los dueños regresan al hogar, luego de comer y darse un baño. En las tomas siguientes descubrimos que frecuenta una playa, vive en un auto derruido y de noche devora las sobras de un parque de diversiones cercano. Un día una oficial de policía le informa que dentro de poco liberarán a un presidiario, circunstancia que se convertirá en el catalizador de un viaje hacia la prisión y más allá. A través de un complejo rompecabezas moral de revanchas superpuestas, el realizador Jeremy Saulnier ofrece una obra exquisita que pone el acento en una progresión narrativa lacónica e intensa, en sintonía con la de los thrillers nihilistas de la década del 70.
Para aquellos que no lo sepan, en esencia estamos ante un soliloquio de Blair, un actor que pudimos ver en la simpática ópera prima de Saulnier, Murder Party (2007), una suerte de cruza enajenada entre Después de Hora (After Hours, 1985) de Martin Scorsese y la trilogía Evil Dead de Sam Raimi, no obstante en esta oportunidad cambia completamente de tono en el papel de un hombre atormentado que se ha entregado a un abandono de ribetes inaprehensibles, tanto en lo que respecta a un “apocalipsis personal” derivado del crimen en cuestión como en lo referido al vaciamiento paulatino de la necesidad de cualquier contacto social. Salvo por la aparición de un amigo de otras épocas, Ben (Devin Ratray), Blair es la única “voz cantante” y se luce desde su sobriedad, siempre en función del dolor acumulado.
Rodeado de misterio y con su inexperiencia a cuestas, Dwight emprende una “represalia amateur” como no se veía desde hace tiempo en el contexto cinematográfico actual, en la que cada movimiento implica un sacrificio enorme y la inevitable masacre nunca es tomada con ligereza porque apretar el gatillo repercute fuertemente en un intelecto al borde del colapso. El desarrollo del relato pone de manifiesto una displicencia por demás lúgubre que jamás se hace explícita mediante las típicas verbalizaciones altisonantes de los productos mainstream, esos engendros carentes de alma destinados a infantilizar aún más a un público con déficit de raciocinio. Por el contrario, la angustia, el silencio y las sutilezas gore de Saulnier crean un abismo en el que el descuido y la complacencia equivalen a la muerte…