Martín Iparraguirre (La mirada encendida):
Juventud en marcha
El veranito cordobés en las carteleras de nuestros cines está a punto de terminar (De Caravana seguirá hasta el miércoles en los Cine Gran Rex y Dinosaurio, cita obligada para quienes no la vieron), aunque deja la fuerte promesa de repetirse en el futuro cercano (este año se estrenará la excepcional Yatasto, de Hermes Paralluelo, y ahora mismo hay un cordobés compitiendo en Cannes – ver HDC de la víspera-), y los estrenos vuelven a estar dominados por la misma nacionalidad, cuyos temas y modelos narrativos resultan cada vez más extraños a la realidad social y cultural que respiramos todos los días. Por suerte, el cine sigue creciendo en los centros alternativos de difusión, y los amantes del séptimo arte podemos encontrarlo todas las semanas: la crítica tiene la obligación explícita de hacerlo, pues debe privilegiar aquel cine que puede pasar desapercibido para la sociedad, sea por carencia de marketing, sea por la invisibilidad a la que lo condena la hegemonía norteamericana, más allá incluso de la calidad artística que ostente cada película (pues, vale recordarlo, los modos de producción no garantizan absolutamente nada).
Esta semana viene al caso anticiparse entonces al estreno de Chapadmalal (Argentina, 2009), de Alejandro Montiel, que tendrá lugar el jueves en el Cineclub Municipal Hugo del Carril (donde se proyectará hasta el domingo en doble programa con Conocerás al hombre de tus sueños, de Woody Allen). Documental de índole básicamente observacional, con un fuerte sesgo periodístico incluso, Chapadmalal pertenece a una especie de subgénero del cine argentino nunca reconocido oficialmente como tal, acaso por las pocas películas que incluye, aunque definitivamente identificable: los documentales (y por qué no también películas de ficción) sobre los centros turísticos de nuestro país, entre los que resalta la excelente Balnearios (2002), de Mariano Llinás. Su particularidad, empero, no está tanto en su contexto geográfico como en los protagonistas que filma, jubilados de diversas partes del país que viajan en los programas turísticos ofrecidos por el PAMI, en este caso a la localidad costera que da título a la película, que efectivamente registra el período vacacional de un contingente en el Complejo Turístico Chapadmalal. El resultado es un filme pleno de humanidad y buen humor, que en su registro esencialmente popular logra rescatar historias de vida reveladoras sin caer en sensiblerías, golpes bajos o la típica demagogia supuestamente reivindicadora de productos semejantes. Los momentos iniciales del filme sirven para situar al espectador: un plano general sostenido del mar da lugar a otro similar del complejo turístico, seguidos de planos fijos de los espacios internos del hotel, que acaso logran atrapar también esa aura misteriosa que suelen tener los pueblos de la costa argentina, sobre todo cuando están vacíos. A los pocos minutos veremos al director y el equipo técnico charlando con los primeros visitantes, y las reacciones de los abuelos al saber que se filmará una película, indicios de un documental reflexivo que no llegará a ser tal, pues el cuerpo del filme será pronto ocupado por estos jubilados, siempre predispuestos y joviales, que asumirán el protagonismo del registro: a través de primeros planos siempre fijos, ellos narrarán sus historias y hablarán con soltura elogiable de sus más íntimos pensamientos y de las preocupaciones que los acosan. Lo singular del filme se encuentra precisamente en la intimidad lograda por Montiel, capaz de rescatar momentos luminosos y reveladores de cada entrevista, donde si bien se repetirán casi obsesivamente algunos temas (el paso del tiempo, la muerte, el amor, la nostalgia, la viudez y la maternidad), se irá construyendo un microcosmos capaz de desmitificar de manera definitiva los prejuicios existentes sobre la ancianidad, que resultará más viva y apasionada que cualquier otra edad.
Sin innovaciones técnicas o formales, el gran acierto del filme es darle un protagonismo excluyente a estos septuagenarios, sin menospreciarlos ni tampoco idealizarlos, sino brindándoles un espacio de diálogo donde puedan expresar su humanidad: el cine como un lugar de encuentro, donde estos seres sorprendentemente libres pueden hablar de sus pasiones, sus esperanzas, sus dolores y sus sueños por cumplir. Son testimonios que, en su libertad, trascienden toda posible manipulación (incluso la más elemental: los realizadores intentando dirigir las entrevistas desde fuera de campo), y que constituyen el mejor espejo donde poder mirarnos a nosotros mismos, algo que casi ningún filme norteamericano está en condiciones de ofrecer (y que ni siquiera el montaje, que parece privilegiar a los entrevistados más pintorescos, consigue empañar).
Por Martín Ipa
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