Nostalgia y cinismo
Para aquellos que no lo sepan, vale aclarar que Christopher Robin Milne (1920–1996) fue el hijo único de Alan Alexander Milne (1882-1956), el creador de Winnie-the-Pooh y principal responsable de la introducción en el universo de amigos del osito de poco seso y gran corazón del mismísimo Christopher Robin, representación ficcional del vástago del autor y suerte de condena de toda la vida para el británico real porque a lo largo de su infancia y adolescencia sufrió una infinidad de burlas por parte de otros niños y de adulto nunca se sintió cómodo con la fama involuntaria que le trajo la publicación de la obra central de su padre, léase los libros de relatos cortos Winnie-the-Pooh (1926) y The House at Pooh Corner (1928) y los volúmenes de poemas When We Were Very Young (1924) y Now We Are Six (1927), todos ilustrados por el genial dibujante Ernest Howard Shepard.
En una jugada muy poco feliz a nivel ético, y en cierto punto similar a la decisión de lo más cuestionable de digitalizar/ revivir a Peter Cushing en ocasión de la de por sí floja Rogue One (2016), la Disney construyó una historia en live action alrededor de un Christopher adulto que en esencia -reduccionismos mainstream mediante- “redescubre” la alegría de la vida reencontrándose con Pooh y todos sus amigos, Piglet, Tigger, Eeyore, Rabbit, Kanga, Roo y Owl: la película resultante no es ni buena ni mala y recurre tanto a la nostalgia como al cinismo abriendo con el pasaje final de The House at Pooh Corner en el que todos le hacen una fiesta de despedida a un Robin que será enviado a un internado para luego cortar al protagonista cuarentón (Ewan McGregor), veterano agrio de la Segunda Guerra Mundial, casado y con una hija, teniendo que echar a compañeros de trabajo por mandato de su jefe.
Por supuesto que eventualmente Pooh reaparece de la nada como un fantasma de su pasado y le remarca la importancia de los lazos afectivos para que deje de descuidar a su familia, así ambos emprenden un viaje en pos de hallar a toda la pandilla, hoy aparentemente perdida. Más allá de la excelente labor de McGregor y una reconstrucción bastante correcta de los rasgos identitarios del osito, simple y algo remanido aunque humilde y astuto en el contexto de la amistad, esta faena dirigida por Marc Forster y escrita por Alex Ross Perry, Tom McCarthy y Allison Schroeder por momentos cansa de tanto CGI, vueltas narrativas que se ven llegar a la distancia y el tufo de crisis burguesa redundante de la mediana edad destinada a asalariados en posición gerencial que ponen al trabajo por sobre todo, mensaje que desde ya no tiene nada de malo pero no calza con la hipocresía de base de la propuesta.
Así como a la Disney no le importa nada el sentir -o tomar elementos del devenir- del que fuera el Christopher Robin de carne y hueso y por ello edifica un cuento que obvia el martirio que acompañó al inglés por su celebridad y el acoso del que fue objeto en vida, en términos estrictamente artísticos el film es un collage deslucido entre la homologación de persona real y personaje de La Historia Sin Fin (Die Unendliche Geschichte, 1984) de Wolfgang Petersen, aquel regreso por demás fatuo a la niñez de Hook (1991) de Steven Spielberg, y todas las reflexiones acerca de la creatividad de la extraordinaria “trilogía de la imaginación” de Terry Gilliam, Bandidos del Tiempo (Time Bandits, 1981), Brazil (1985) y Las Aventuras del Barón Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, 1988). Christopher Robin (2018) es otro opus actual en el que la melancolía resulta inofensiva…