Emiliano Fernández (Metacultura):
El impostor y la ciénaga
De un modo similar a lo ocurrido en ocasión de propuestas recientes del ecosistema alternativo/ no hollywoodense mainstream, como por ejemplo Los Hijos del Diablo (The Hallow, 2015), El Ritual (The Ritual, 2017), Los Inquilinos (The Lodgers, 2017) y Secretos Ocultos (Marrowbone, 2017), la irlandesa The Hole in the Ground (2019), ópera prima de Lee Cronin, es un film de horror muy bien ejecutado que en cierta medida sintetiza lo que quisiera construir la gran industria norteamericana -en lo que al género de los sustos se refiere- para luego fallar miserablemente una y otra vez: nos referimos a películas que reúnan una serie de influencias administradas con destreza al punto de generar productos satisfactorios, casi como esos compilados de alguna banda que cambiando el orden de las mismas composiciones pueden llegar a despertar fascinación y/ o una renovada curiosidad.
El relato sigue la típica estructura de cuento gótico folklórico anglosajón y se centra en Sarah O’Neill (Seána Kerslake), una mujer que escapando de su marido golpeador va a parar -junto a su pequeño hijo Chris (James Quinn Markey)- a una casa inhóspita rodeada de un bosque que comienza a restaurar en unos días libres que se toma en su trabajo como empleada de una tienda de antigüedades. Después de una rabieta que el niño tiene con su madre, acusándola de mentirosa porque la susodicha le dijo que el padre los acompañaría a futuro en su nuevo hogar, el jovencito corre hacia la arboleda y un gigantesco agujero en la tierra símil ciénaga freak, perdiéndose de la vista de Sarah por unos momentos y luego regresando de repente en lo que será el inicio de las sospechas de la mujer en torno a que Chris ya no es más Chris sino un impostor impasible y bien tenebroso que tomó su lugar.
El guión de Stephen Shields y el propio Cronin construye astutamente la sensación de engaño mediante diversos detalles (cierta frialdad automatizada por parte del purrete, una aracnofobia que desaparece, misteriosas salidas nocturnas, incremento de fuerza, etc.) y vía el clásico “caso espejo” de antaño (Sarah descubre que algo semejante ocurrió en la zona en función de otra fémina convencida de que ese que se parece a su hijo no es su hijo, hoy una anciana que termina muriendo asfixiada con su cabeza enterrada en el suelo). La coctelera de referencias que engloba la trama es cuantiosa e incluye ingredientes aislados de La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), La Mala Semilla (The Bad Seed, 1956), El Otro (The Other, 1972), El Resplandor (The Shining, 1980), El Descenso (The Descent, 2005) y hasta la bastante cercana The Babadook (2014).
La jugada de Cronin, esa que determina el éxito progresivo de la película por más que de original tenga poco y nada, se da en distintos frentes: la fotografía de Tom Comerford es realmente excelente, el desarrollo pausado pero firme suma tensión y atractivo, el campo de lo “no dicho” está bien trabajado (el director jamás termina de aclarar la relación de Sarah con su marido ni muestra las filmaciones que ella realiza en el cuarto del muchacho con una cámara oculta), el desempeño de Kerslake y Markey transmite autenticidad, y el desenlace en especial -enmarcado en el esperable descenso a las profundidades de la ciénaga- aporta todo el nerviosismo necesario y no anda con esa premura pueril ni esas medias tintas bobaliconas típicas del Hollywood contemporáneo, apostando en cambio por una incursión sin histeria y un eficaz diseño de las criaturas antagónicas. Muchas óperas primas quisieran disfrutar del control sobre los engranajes del relato de The Hole in the Ground, una odisea de suplantación de identidad que funciona a la par como metáfora del progenitor que debe cuidar a su vástago en soledad y de la posibilidad de que la metamorfosis anímica que traiga el tiempo genere el tan temido e inevitable distanciamiento para con el propio hijo…
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