El idilio masoquista
Si bien a simple vista Clementina (2017) puede pasar por una especie de “exploitation arty” -destinado al circuito de los festivales internacionales, definitivamente- acerca de la moda mediática en torno a la violencia de género, apariencia de progresismo que oculta el hecho de que los mass media siguen siendo un aparato ideológico de la derecha más conservadora y concentrada, a decir verdad este pequeño film escrito y dirigido por Jimena Monteoliva respeta a rajatabla los parámetros de ese J-Horror que desde la década del 90 hasta el presente ha venido inundando el globo con una infinidad de propuestas similares que giran alrededor de personajes traumados, fantasmas vengadores que los acechan o caen en su ayuda y reductos más o menos aislados que refuerzan la idea de un ecosistema psicológico apesadumbrado que se desliga de su contexto social porque comparte poco y nada con él.
La historia comienza cuando Juana (Cecilia Cartasegna), una burócrata del entramado legal argentino, recibe una paliza por parte de su esposo Mateo (Emiliano Carrazzone) que la lleva a perder su embarazo y la deja en una cama de un hospital, donde una asistente social, Mercedes (Fabiola Bonelli), y un policía, Guido Iturraspe (Felipe Llach), la instan a que haga la denuncia para poder detener al prófugo y ponerle un freno a lo que parece ser una espiral de violencia en la pareja que viene desde lejos. Por supuesto que el idilio masoquista no se corta fácilmente porque la mujer decide guardar silencio y no culpabilizar al marido, optando por volver a la casa conyugal en soledad. Juana de repente comienza a escuchar voces y ruidos extraños y a ver objetos y sombras en las habitaciones de la residencia, a la que el matrimonio se mudó hace poco en un intento por construir un “espacio en común”.
La mayoría del metraje -los dos primeras terceras partes- se divide entre los clichés de casa embrujada y sus homólogos de protagonista histérico/ histérica que se debate entre la razón y la locura a espaldas de lo que pueda pensar el resto de los mortales, hasta incorporando el típico personaje sabio/ experto que le explica al antihéroe -y a nosotros, los espectadores- lo que está ocurriendo, en esta oportunidad la vecina de Juana, Olga (Susana Varela). Recién durante el último acto el asunto sale del quietismo algo soporífero y levanta la intensidad general con la reaparición de Mateo, lo que dispara una atractiva escena de tortura en la tradición del Takashi Miike de Audition (Ôdishon, 1999), sin embargo para esa altura ya la película se hizo tan pesada en su catarata de lugares comunes del terror de pérdida familiar que la jugada retórica no logra del todo eliminar la modorra narrativa de autovictimización.
El desempeño del elenco es bueno, sobre todo el de Cartasegna y Carrazzone, y en general la directora y guionista construye una estructura visual prolija con algún que otro puñado de tomas realmente interesantes, como por ejemplo las que abarcan la secuencia del desenlace en su conjunto, pero lamentablemente el film en sí es muy remanido y carente de verdadera imaginación -amén de que abusa de la claustrofobia emocional contemplativa femenina que se consagra al martirio por propia voluntad, como decíamos antes- como para conseguir destacarse de tantas propuestas semejantes del ámbito local e internacional. Denunciando sutilmente la violencia machista y la complicidad de las mujeres en este espantoso juego de retroalimentación enajenada por parte de parejas muy enfermas, Clementina funciona como una creación loable aunque anodina del redundante y desabrido cine de horror argentino…