Predicadores con megáfonos
Cuenta la leyenda que los Wachowski, en el set de su producida V de Venganza, pispearon un libro que Natalie Portman estaba leyendo. El librote no era otro que Cloud Atlas, obra que acumula, a la torta mil hojas, seis historias diferentes (desde un buque esclavista a los avatares sci-fi de Somni-451, desde una escapada viejuna de un asilo a un thriller vestido de los ‘70); o sea, un elefante blanco literario que su propio autor definió como “una novela cuyos ecos, formas arremolinadas y referencias cruzadas internas es algo sobre lo que hasta su autor posee un conocimiento imperfecto”. Y los Wachowski, de corazón caprichoso y nerdpico (épica nerd), emprendieron (sumando a su pop circa Gemelos Fantásticos a Tom Tykwer) la versión Xanadu de Aguirre, la ira de Dios; es decir, el paralelo a aquella forma de capturar lo imposible de Werner Herzog. Claro que lo que en el maestro alemán era conquistador, acá viene programador pero comparte el carácter de ambición extraordinaria, que deviene objeto extravagante, mutante, de su propio zeitgeist (“una mega producción alemana de ciencia ficción escrita en Puerto Rico” dirá Tom Hanks, parte del sobreempleo de estrellotas Academy Award Nominee de Cloud Atlas).
Cloud Atlas es la über fantasía de los hermanos Wachowski (los de la trilogía de Matrix y ese pirulín llamado Meteoro), su gol a los ingleses (aunque en este caso eso no es necesariamente bello, pero si admirable) y un ejercicio de estilo para el tercer chiflado, Tom Tykwer (Corre, Lola, corre, Perfume). Tykwer venía de Agente internacional (The International), peliculaza seca y derecha, acción muscular pero músculo a la Clive Owen no a la Vin Diesel (no es que haya nada de malo con eso) y los Wachowski, después de su filosofía barata y zapatos antigravitatorios de las últimas Matrix, de la fascinante Meteoro, un museo-entidad-juguetería demasiado coqueto para el mundo. O sea, dentro de las gran infra red del cine y sus cientos de millones de orates, probablemente nos tocó la dimensión donde no se podía pensar en un mejor power trio que se animara, como nunca antes nadie (lo lamento Sokurov), a recrear la dinámica de narrativa literaria de una forma prácticamente experimental.
Allá, en el libro, la forma en que cada relato se filtraba en el otro, era a través de objetos, por ejemplo cartas, que se correspondían con otro marco temporal pero ensartados en el relato en cuestión; en la Godzilla visión del mundo de los Wachowski las historias y el humanismo gritado con megáfono (todos-estamos-conectados-TODO-EL-TIEMPO-¿NO-VEN?) es un mash-up de géneros y personajes. De hecho, la propia Susan Sarandon, una de la docena de estrellas que cobra con cheques de seis ceros, dijo al ver solo una parcela de los 172 minutos de Cloud Atlas: “No parecía una película, parecían todos los trailers juntos que un estudio planea largar en el transcurso de un año”. Ahí está el factor alucinógeno de Cloud Atlas: con su premisa ya de por sí compleja, en cada una de las seis historias, cada personaje tiene un valor y rol distinto (de buenazo a villano, de protagonista a chiste de Halloween -siempre están maquillados, edificados, construidos con acentos-); y ese juego de rol parece un reducto de formas genéricas (digamos un compendio Dr. Ahorro de géneros) y al mismo tiempo, un caleidoscopio inspirado, anabólico, despreocupado y que, serio en su premisa, se lanza valientemente al vacío. Una pena que el gesto esté más cerca de ver a un perro maloso de Droopy estrolarse que de la poética de alguien que acepta el viento en la cara.
Es que en lugar de un sentido Tetris, donde cada fragmento, un género en sí cada uno, va armando una entidad más compleja, todo parece cosido con hilo new age (o si seguimos con el mundo videogame, lanzado a la barril de Donkey Kong: lanzado con destreza y fuerza animal, pero sin un sentido superior que la gravedad): la hidalguía puede ser celebrada, pero hasta incluso en su coraje y potencia (que se notan nacen en la sinergia del rodaje de esa, ya dijimos, fiesta de Halloween ABC1) esa coalición, ese shuffle de películas y de actuaciones histriónicas, de ideas sobre el destino y sobre el humanismo, termina sin tener sentido. Quizás no debería tenerlo -y eso si es revolucionario-, pero la banda de sonido a modo dedo índice megáfono (todos-estamos-conectados-TODO-EL-TIEMPO-¿NO-VEN? ¡OIGAN!).
Tiene épica sí, y tiene locura, es Aguirre, seguro, y eso hace que uno intente ver lo imposible, darle la chance de pensar que ese Everest posee algo subterráneo, que habrá algún sentido (hasta un sinsentido, incluso difuminado, o un nano sinsentido, imperceptible pero que aun así entra en nuestros sistemas) para esas historias que sólo se cruzan en sus picos dramáticos y en su jueguito ¿Quién es quién? Pero nunca sucede, gracias a la necesidad de predicar, de traducir potencias en pseudo misas, por reducir, sin querer, a todos en caricaturas divertidas (“Uh, Hugh Grant haciendo de asesino a la God of War”). Cloud Atlas es uno de esos eructos descontrolados que el cine tiene de vez en cuando. Un berp sentido, seguro, hasta colorinche, excepcional, de mil historias, pero mal ejecutado: los vientos de cambio deberían ser no sólo poderosos sino también orgánicos.