Una red subterránea de hongos
La nueva propuesta de Mike Mills, C’mon C’mon (2021), no ofrece nada particularmente nuevo o siquiera original que no haya sido visto en las anteriores Thumbsucker (2005), Beginners (2010) y 20th Century Women (2016), todas películas apenas correctas, bastante lánguidas, amigas de la frontera entre la comedia y la tragedia y repletas de elementos autobiográficos y estereotipos de la emotividad delicada que podrían haber causado una “mejor impresión” en la escena cinematográfica indie de aquellos años 80 y 90, aunque interpretadas desde nuestro presente se le ven todos los hilos y esa pose cínica camuflada vía una catarata de sentimentalismo introspectivo que además la va de nostálgico y sincero en términos de una idiosincrasia metropolitana agitada. Para comprender esta melancolía autoconsciente de fondo hay que entender quién es Mills, en esencia un adalid simpático pero muy rutinario de la Generación X y un director de videoclips y diseñador gráfico especializado en afiches y en el arte de tapa y el packaging discográfico que trabajó para The Jon Spencer Blues Explosion, Air, Pulp, Everything but the Girl, Moby, The Divine Comedy, Beth Orton, Yoko Ono, Blonde Redhead, The National, Beck, Sonic Youth, Beastie Boys y Martin Gore de Depeche Mode, amén de haber formado parte a mediados de la década del 90 de la banda de rock alternativo Butter 08 con gente de The Jon Spencer Blues Explosion, Cibo Matto y Skeleton Key al extremo de editar un álbum homónimo en 1996 en la compañía discográfica de los Beastie Boys, la hoy desaparecida Grand Royal.
Mezcla de géneros que suelen ir juntos como el drama familiar, la road movie existencial y la gesta de pugna simbólica intergeneracional más o menos implícita, C’mon C’mon es muy sencilla y gira en torno a la relación entre un niño retraído de Los Ángeles en la piel del actor británico Woody Norman, Jesse, y un periodista radial que recorre Estados Unidos entrevistando a purretes sobre la sociedad del nuevo milenio y el futuro en general, el tío del muchacho que responde al nombre de Johnny y está interpretado por el gran Joaquin Phoenix, quien viene de ganar el Oscar a Mejor Actor por Joker (2019), de Todd Phillips, y continúa eligiendo con sumo cuidado las contadas películas en las que interviene como lo demuestran las variopintas The Sisters Brothers (2018), de Jacques Audiard, Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot (2018), de Gus Van Sant, You Were Never Really Here (2017), de Lynne Ramsay, Irrational Man (2015), de Woody Allen, Inherent Vice (2014), de Paul Thomas Anderson, y Her (2013), del tremendo Spike Jonze. La madre de Jesse, Viv (Gaby Hoffmann), estuvo peleada un año con Johnny por las diferentes perspectivas a la hora de cuidar a la progenitora demente de ambos, Carol (Deborah Strang), la cual ya falleció y ahora la mujer debe volver a lidiar con el asunto en ocasión de su esposo y el padre del niño de nueve años, Paul (Scoot McNairy), quien sufre delirios paranoicos y vive en Oakland por una separación. Mientras Viv se encarga de internar en un neuropsiquiátrico a su ex, Johnny cuida del mocoso y lo lleva en un viaje a Nueva York y después a Nueva Orleans.
Como si se tratase de una realización de Alexander Payne pero mucho menos astuta e incisiva, o una de Allen aunque sin ser particularmente graciosa o irónica en serio, o hasta quizás una faena cuasi documental símil Reds (1981), de Warren Beatty, adepta a mechar todo el tiempo entrevistas con personas reales que complementan y enriquecen lo narrado pero sin que haya grandes descubrimientos discursivos/ retóricos/ narrativos en ese campo, el film de Mills está apuntalado en la excelente química actoral entre Norman y Phoenix, el estupendo desempeño de Robbie Ryan en materia de una altisonante fotografía en blanco y negro y una banda sonora en verdad atractiva que incluye composiciones o interpretaciones muy diversas de Wolfgang Amadeus Mozart, Dieterich Buxtehude, Claude Debussy y Emahoy Tsegué-Maryam Guèbrou pero también de The Primitives, Wire y Lee “Scratch” Perry, entre otros. Como siempre acontece en las propuestas del director y guionista, el desarrollo de personajes es más o menos convincente y nunca llega a molestar por pavadas de índole banal o boba hollywoodense porque todo el tiempo se preocupa por mantener un verosímil estable en el que Johnny, como tantos adultos, se niega a hablar de su pasado y Jesse, como tantos nenes, se muestra obsesionado con tratar de descubrir mayores detalles sobre los secretos del clan porque sabe que allí se ocultan los traumas detrás de relaciones dañadas y conflictos siempre persistentes, planteo al que se suma la actitud optimista pero precavida de los jóvenes entrevistados por el tío para un ignoto especial radial del futuro.
El problema principal de C’mon C’mon, el cual por cierto es el mismo de muchas de estas odiseas artys del Siglo XXI que pretenden recuperar el acervo honesto y descarnado del indie de finales del milenio previo sin la convicción y las herramientas formales de antaño, se condensa en una prolijidad excesiva y marketinera que le resta honestidad dramática al asunto y pone en primer plano el hecho de que la realización, pretendiendo abrazar el documentalismo y la inteligencia de otros tiempos, no sólo no consigue su objetivo sino que se convierte en un ejemplo involuntario de la pobreza discursiva del cine internacional actual y su propensión hacia el psicologismo barato y los manuales de autoayuda para lelos de la posmodernidad, panorama que por supuesto asimismo implica que Mills no es Peter Bogdanovich o Paul Mazursky y que estos inconvenientes de la burguesía masoquista del Primer Mundo resultan algo mucho patéticos y autobuscados vistos desde nuestra periferia empobrecida. Así como buena parte de los diálogos se basan en el latiguillo actual de la expresividad sin frenos y la comunicación ultra fetichizada como panacea para todos los problemas vinculares humanos, algo representado en pantalla en una escena en la que Jesse les comenta a los adultos que los árboles están conectados por una vasta red subterránea de hongos a lo amalgama cultural diacrónica y sincrónica, el núcleo de C’mon C’mon, donde realmente sale victoriosa, reside en el análisis del contrapunto entre el egoísmo histérico habitual de los niños y la autoindulgencia improvisada y muy decadente de los mayores…