La memoria social al rescate
Apenas tres años después de la maravillosa El Libro de la Vida (The Book of Life, 2014), aquella propuesta de la 20th Century Fox dirigida y escrita por Jorge R. Gutiérrez y producida por Guillermo del Toro, ahora Pixar también nos ofrece una película que gira alrededor de la cultura mexicana y las resonancias simbólicas del Día de Muertos, una celebración tradicional de origen precolombino en la que -una vez al año y durante un par de jornadas- los parientes de los difuntos construyen bellos altares para sus seres queridos fallecidos con ofrendas que incluyen fotos, velas, flores, alimentos y distintos objetos que pertenecieron a los susodichos. Nuevamente la reafirmación de la identidad cultural mexicana adquiere un rol preponderante en esta semblanza acerca de las perspectivas/ sensibilidades a veces opuestas entre las diferentes generaciones de una misma familia, un panorama con muchos puntos de conflicto que asimismo suelen provocar “cimbronazos” en el clan de turno cuando las posiciones resultan irreconciliables y el quiebre parece próximo.
Hoy la fortuna nos sonríe porque Coco (2017) es un convite excelente que recupera -en versión dulzona e hiper emotiva, bien a la Pixar- la premisa fundamental de El Libro de la Vida, léase la historia de un personaje tierno, al que el amor a la música le gana el rechazo de su familia, que eventualmente termina del “otro lado” del Día de Muertos, el correspondiente a los finados, por lo que se ve obligado a solicitar la asistencia de uno o varios fantasmas/ entidades/ cadáveres parlantes con el fin de regresar a la comarca de los vivos. Mientras que antes era Manolo Sánchez (Diego Luna) el que debía resistir los embates de sus ancestros, una tradición de toreros que nada tenía que ver con los sueños musicales del joven, ahora es el pequeño Miguel Rivera (Anthony González) quien padece la negativa de su linaje en cuanto a la disciplina de tocar la guitarra, en esta oportunidad por una obsesión con continuar con el oficio de la familia, la zapatería artesanal, y prohibir la música como hobby, trabajo o lo que sea, un esquema fatalista que se remonta al pasado.
Nada menos que la matriarca de los Rivera, Imelda (Alanna Ubach), fue abandonada décadas atrás por su esposo cantante/ guitarrista, dejándola sola con la obligación de criar a la hija de ambos, Coco (Ana Ofelia Murguía), una situación que resultó en extremo traumática para la mujer y de la que pudo salir mediante la fabricación y venta de calzados. Miguel es precisamente el bisnieto de Coco, ahora una señora mayor que no recuerda casi nada, en términos concretos la única de la familia que no alza su voz contra el chiquillo por su predilección por la música y en especial el popular cantante y actor de cine Ernesto de la Cruz (Benjamin Bratt), una vieja gloria de la canción mexicana que murió accidentalmente al caérsele encima una campana durante un recital. Cuando Miguel descubre que la guitarra que aparece en la foto sin rostro de su olvidado bisabuelo, colocada en un altar con motivo del Día de los Muertos, es la misma que utilizó De la Cruz en sus films, el niño opta por desentenderse de la oposición familiar para con la música y participar de un show de talentos. La “nona” del clan, Elena (Renee Victor), a su vez se entera de todo y destroza la guitarra de Miguel, frente a lo cual el protagonista decide robar la que corona el mausoleo del propio De la Cruz, detalle que desencadena una maldición sobre el muchacho centrada en quedar atrapado en la Tierra de los Muertos a menos que uno de sus familiares lo libere antes de que finalice la jornada de conmemoración fúnebre, en la que por cierto sólo los espectros con altares y ofrendas erigidos por sus seres queridos pueden visitar la Tierra de los Vivos para ver a la parentela y además llevarse los regalos que les prepararon con amor.
En este punto se podría aclarar que Coco invierte la fórmula de El Libro de la Vida una vez que el héroe arriba al “más allá”: si bien en ambas obras el protagonista recibe la ayuda de sus consanguíneos, en la primera Miguel se consagra a la búsqueda de De la Cruz porque es su único allegado con sensibilidad artística (el resto de los familiares muertos están empecinados -como los vivos- en prohibirle cualquier actividad musical) y en la segunda Manolo depende exclusivamente de La Muerte (Kate del Castillo) para regresar a la vida ya que es la única que puede encarar semejantes menesteres (aquí sí todos los benditos parientes ensalzan la horrenda tauromaquia). Por supuesto que el triángulo romántico y la apuesta entre La Muerte y Xibalba (Ron Perlman), los regentes de las Tierras de los Recordados y de los Olvidados respectivamente, de El Libro de la Vida poco tienen que ver con el paradigma narrativo más sencillo de Coco, homologado al viaje de autoafirmación vocacional de Miguel a la par del experto de turno, Héctor (Gael García Bernal), un pobre músico que está al borde de la desaparición definitiva porque ya casi nadie lo atesora entre los vivos; no obstante es en el segmento post mortem del metraje cuando afloran las inquietudes conceptuales de la epopeya identitaria propiamente dicha, enarbolando a la verdadera memoria social -no la que abarca olvidos convenientes, recuerdos al paso o automatismos irreflexivos de diversa índole- como un mecanismo para rescatarnos del ninguneo simplista e inmutable por parte de las figuras de autoridad, sean éstas miembros de nuestra progenie, esbirros institucionales o cualquier ser humano que no nos respete.
Por suerte se nota muchísimo la intención de los realizadores Lee Unkrich y Adrián Molina de homenajear a lo grande a la cultura mexicana a través de la constante y exquisita introducción de palabras en castellano en cada una de las conversaciones, a lo que se añade un prodigioso trabajo en el diseño general de personajes y fondos: como era de esperar, sobresalen nuevamente los colores pasteles de siempre de Pixar y no hay indicios del inmundo whitewashing típico del mainstream norteamericano (todos los personajes son morochos y los tics/ facciones/ detalles corporales son muy parecidos a los de los aztecas), amén de que los responsables de la producción se propusieron despegarse lo más posible del aspecto hilarantemente grotesco y pomposo -símil marionetas- del opus de Del Toro y compañía. Otro factor que suma mucho en Coco, más allá de ese clásico humanismo a flor de piel de los convites de Pixar, pasa por la presencia de los dos acompañantes centrales de Miguel en su periplo, nos referimos a Dante, un perro xoloitzcuintle callejero que termina siendo un alebrije viviente de naturaleza mágica y misteriosa, y el genial Héctor, todo un representante de las secuelas de las injusticias sociales, la rapiña del mercado capitalista y en especial el culto a figuras desdeñables incentivado desde el “sentido común” más acrítico e inerte, siempre igual a sí mismo en una eterna espiral de mediocridad disfrazada de algarabía popular. De hecho, Coco sabe reforzar la idiosincrasia de un país a pura garra y a puro corazón pero sin caer en el elogio barato de tipo turístico o la ponderación de costumbres caprichosas, anacrónicas y/ o regresivas vinculadas a la derecha vernácula y sus carcamanes filofascistas de siempre, ya que aquí en cambio se pretende retratar -paradoja mediante, porque al fin y al cabo hablamos de un mega tanque de uno de los gigantes de la industria cinematográfica internacional- una celebración como el Día de los Muertos que remite a un pasado reconvertido en eje de ese cariño que desde la vida apunta a un óbito que se aleja de la depresión y se ubica en sintonía con una afinidad que asimismo resalta los rasgos más positivos -los creativos, los pasionales, los tolerantes- de nuestros antepasados, condenando su catálogo de mentiras para aprender de los errores y nunca más repetirlos…