“Colette” es una de esas películas necesarias, que sí o sí invitan a comentarla a la salida del cine en un café; sea la hora que sea, porque Colette es un personaje que para hombres y mujeres resulta apasionante.
Allá por 1892, Colette no era Colette a secas sino la joven Gabrielle Colette, en edad de casarse pero sin dote. Teniendo en cuenta esa circunstancia, su padre la presenta a jóvenes prometedores tratando de asegurarle un buen futuro como esposa. Es así como Gabrielle Colette cruza su camino con un escritor mediocre que usa escritores fantasmas a los que publica con su nombre. Aún así es visto por la alta sociedad como un dandy codiciado con fama de un escritor que no era, que invita con generosidad a todo el mundo a lo que París brinda: cenas, entradas a las carreras de caballos, teatro… Cuando presenta en sociedad a su joven esposa, casi una campesina, esa sociedad la menosprecia. Una de las damas la increpa: “no sé como has hecho para cazar a una anguila resbaladiza- y mirándolo a él le dice- tus días salvajes han terminado”. Pero, lejos de amedrentarse, la joven Colette interrumpe y dice: “a lo mejor han empezado”. La futura Colette estuvo allí presente.
La actriz que la interpreta es Keira Knightley, quien tiene el carisma suficiente para calzarse semejante papel y salir airosa.
En cuanto a los aspectos técnicos, la música está elegida acertadamente para acompañar a la historia, pero sin eclipsar la fuerza del guión. Lo mismo ocurre con la brillante fotografía, que sabe captar las mañanas campestres, acentuando sus años de juventud.
Colette, la escritora, nace de las heridas de un amor egoista e infiel que la moldea a su capricho hasta que descubre su bisexualidad. Cuando se asume públicamente como tal, aunque París siempre fue una fiesta para los artistas del mundo entero, donde la bisexualidad y la homosexualidad no asustaban a nadie, se escandalizan con ella; porque esa mujer con talento, y trasgresora nunca intentó ocultarse. Quizas, sin saberlo, abrió camino para tantas que la sucedieron. En una segunda lectura, la película, más allá de la anécdota, habla sobre que el talento no tiene género, solo exige hacerse cargo del propio deseo. Una mujer que se desangra en letras pagando el precio de decir lo que piensa y siente, es necesaria en todos los siglos, aún en éste donde parece estar todo descubierto. Por eso el drama biográfico de Wash Westmoreland, a partir de un guión propio y en colaboración con Richard Glatzer, es tan apasionado y vigente.