Otro español que filma en inglés y con estrellas de Hollywood para una deforme y provocadora apuesta que mixtura una historia de monstruos con una fuerte veta existencialista. Una mujer alcohólica (Hathaway) descubre que su consumo de bebidas se ve reflejado, mágicamente, en una criatura estilo kaiju que azota las calles de Seúl. Cuando ella levanta el pie en su pueblo al que vuelve a reencontrarse con sí misma luego de un fracaso sentimental, la criatura pisa gente y edificios del otro lado del mundo. Y cuando su amigo de la infancia, potencial interés romántico que luego se convierte porque sí en un villano repulsivo, se pelea con ella, en Seúl aparece un robot que hace lo mismo. Sus peleas y conflictos personales se vuelven literales peleas y conflictos entre dos gigantes de película de criaturas asiática.
Desde su debut con Los cronocrímenes, Nacho Vigalondo no había vuelto a hacer una película tan cerebral, cuya trama tuviésemos que confiar a los laberintos de la inteligencia para hallar su misterio. Lo más cerca que estuvo de ello fue en Open Windows, un artefacto no menos complejo que contenía varias películas dentro, una muñeca rusa de interfaces digitales que dialogaban entre sí y redefinían el concepto espacial en la pantalla y en el relato.
Con Colossal, su nueva producción internacional, rodada en inglés y con estrellas norteamericanas, el cineasta español demanda más que nunca una suspensión de la credibilidad que probablemente no todo espectador esté dispuesto a conceder. Sin embargo, no hay otra forma de adentrarse en las imágenes de Colossal que sobrevolando el absurdo y la extravagancia de una ciencia ficción surrealista o de un realismo mundano convertido en disparatada fantasía. El humor, la distancia irónica, juegan un rol esencial. Aunque, en estos tiempos en los que tipos con mallas, calzones y capas monopolizan la noción del héroe contemporáneo, no parece mucho pedir que abracemos la demencia y el riesgo de Colossal, así como sus inconsistencias dramáticas, que al final del camino hacen gratamente consistente la cinefagia que destila cada minuto de película.
¿Cómo casar los códigos de una película indie sobre las nostalgias y deudas del regreso al hogar con una fantasía apocalíptica sacada de los estudios Töhö y de las referencias populares de la cultura freak, con robot incluido? La genialidad de Vigalondo, su demencia creativa, entra en juego en ese maridaje entre lo épico y lo íntimo, lo sobrenatural y lo prosaico.
No es la primera vez que Hollywood se desmarca con una hibridación tan improbable –Cloverfield y sus derivaciones también obedecían a la fórmula estética indie + movie monster–, pero Colossal se disputa en otro lugar, acaso en el abstracto mundo de las ideas y los ideales, de los espejos que nos devuelven el reverso siniestro de nuestra confortable apariencia. Todos somos monstruos. El camino elegido por Vigalondo no es racional sino intuitivo, las películas no tienen que explicarnos el mundo sino mostrarlo. Y el mundo con el que fabula Vigalondo merece ser habitado.