Rubén tiene 77 años, vive en Bernal y hace casi tres décadas que se niega a salir de su casa. Nada le impediría llevar una vida pública normal, pero él se empeña en no traspasar el jardín del frente. Se trata de un ermitaño inusual: de un escéptico fundamentalista, es verdad, aunque también de un afable charlista, de un personaje que sorprende, siempre, con su humor involuntario. Ex bancario, que debió jubilarse tras haber sido atropellado por un ciclista, construyó un microcosmos que funciona en torno a él. Clelia, vecina con la que se comunica a través de la medianera, le hace los mandados, y las apuestas de quiniela y de turf. Cuero Seco (el apodo es de él), su amor imposible, le hace sufrir penas sentimentales y lo lleva a crear y recitar poemas tristes. Otros “satélites” vitales son sus tres sobrinos, muy distintos entre sí, que intentan develar el misterio de la autorreclusión perpetua. Ana, psicóloga esotérica, procura entenderlo a través del tarot y las teorías de Freud y Lacan; Nora, bibliotecaria, lo protege, trata de convencerlo de lo bien que le haría salir y le lleva un médico para que lo revise; Nicolás, técnico de fútbol, el único que convive (y confronta) con Rubén, siente que él mismo se condenó a estar con un hombre “totalmente negativo” y sostiene, con resignada certeza, que su tío es inmortal. “¿Pero qué quieren? Destruirme”, se indigna Rubén, cuando Nora pretende que pase la Navidad en lo de Ana, a tres cuadras de su casa. Detrás de esta tragicómica tozudez, él esconde un viejo rencor, que podría o no estar vinculado con su decisión de convertirse en una suerte de (querible) minotauro bonaerense. Nora hará todo lo posible por llegar hasta Manija: familiar, antiguo amigo de su tío y poseedor de la clave del misterio. Manija vive en Rojas, provincia de Buenos Aires, donde nació Rubén.