TRADICIÓN Y MALAS DECISIONES
El terror en España es ya un género consolidado, con varios estrenos por año, realizadores de renombre y algunos clásicos instalados en la memoria de los espectadores. Víctor García, el responsable de Comunión con el diablo, no es uno de estos directores de peso, pero sí es un laburante. Un artesano con oficio, que tras su paso por Hollywood (dirigió una de las tantas secuelas horribles de Hellraiser) vuelve a su tierra natal con una película de terror a la vieja usanza. La intención, aunque no salga del todo bien, implica cierta valentía, en una actualidad donde el género ya no parece conformarse con asustar y entretener, sino que debe ser otra cosa. No por nada la acción se ubica a fines de los 80; hay una decisión estética, narrativa y también generacional, porque en más de una ocasión la película nos remonta a ese espíritu de videoclub. Una concepción del terror mucho más lúdica y despreocupada, que hoy se ve y se analiza de manera reivindicatoria, pero que por entonces no pretendía más que eso: sangre y diversión para una platea gozosa.
El prólogo nos ubica en un pueblo de España, donde una mujer, en apariencia perseguida por una entidad maligna, se suicida clavándose un tenedor en el cuello. Cuatro años después, en el mismo pueblo, aparece nuestra protagonista: Sara (Carla Campra, una scream queen por derecho propio), la hija mayor de una familia que lleva poco tiempo en el lugar, y que atraviesa una situación económica difícil. Después de una fiesta, Sara y su amiga Rebe (Aina Quiñones) toman dos decisiones discutibles: la primera es la de subirse al auto del dealer del pueblo, y la segunda es la de bajarse del auto, después de ver en el medio del bosque, por un segundo, a una niña vestida de comunión. Sara, que no conoce la leyenda en torno a ese personaje, insiste con que hay que localizar a la niña, y sigue el rastro hasta encontrarse con el siguiente escenario: un perro ahorcado, atado a un árbol, y debajo una muñeca antigua y sucia, por demás inquietante. Por supuesto, Sara hace lo que hay que hacer en este tipo de películas, y se lleva la muñeca en la cartera.
Lo que sigue es lo que ya sabemos. Hay una maldición, y un grupo de personajes que tiene que enfrentarla antes de que sea demasiado tarde. En el aspecto formal, hay un uso notable de los efectos prácticos, lo que le otorga a las secuencias de horror verosimilitud y un guiño nostálgico. Luce de otra época, sí, pero está bien. Narrativamente, y sobre todo en el tramo que va desde el descubrimiento hasta la confrontación final, la película recurre a una fórmula probada y efectiva: un grupo de jóvenes, cada uno con su historia personal a cuestas, se asocia para combatir a un mal que los acecha por separado. Reminiscencias de Stephen King, pero también de Pesadilla en Elm Street, y de todas las sucesivas reescrituras. Incluso de esa vuelta que hubo a principios de los 2000, con Destino final a la cabeza.
Si Comunión con el diablo no es una mejor película, es porque no logra construir un Mal a la altura. Es entretenida, y se las arregla para que podamos empatizar con los protagonistas, pero la maldición que los persigue no consigue ser del todo relevante. Para peor, se resuelve de manera fácil, para decirnos en los minutos finales que en realidad no se resolvió. Un giro bastante común en el cine de terror, pero que acá peca por partida doble. Por un lado, esquiva cualquier posible victoria para los personajes, algo que contradice el espíritu previo de lo que vimos. No hace falta que se salven todos, ni mucho menos, pero ya que tenemos una final girl con todos los ingredientes para serlo… Por otro lado, echando tierra sobre el ya mencionado uso de los efectos prácticos, cuando el monstruo verdadero muestra la cara, lo hace con un CGI espantoso que nos hace putear a la pantalla. Y así nos vamos, con una sensación agridulce que pronto se disipa, porque tampoco es para tanto. La película lo intentó, pero al otro día tal vez ya la habremos olvidado.