El sentimiento de culpa.
Si hay un género en el Hollywood contemporáneo que desde hace décadas parece no poder salir de una suerte de estado vegetativo, definitivamente es la comedia romántica. De los 80 a esta parte no ha habido ninguna modificación significativa en los engranajes en cuestión: recordemos que por aquellos años se fue dando un proceso de reconversión que involucró por un lado la profundización del dejo irónico de los 70 y por el otro un vaciamiento del trasfondo contracultural de obras como Shampoo (1975) o del clasicismo elegante símil El Cielo Puede Esperar (Heaven Can Wait, 1978), lo que derivó en una fórmula que pide a gritos la legitimación facilista del sarcasmo pero siempre termina ofreciendo mediocridad.
Mientras que el resto de los baluartes cinematográficos atravesaron cambios sustanciales a lo largo del tiempo, los productos destinados al corazón quedaron tristemente petrificados y a merced de la anomalía eventual que pudiese traer un poco de aire fresco a la falta de novedad e inteligencia de siempre. Salvo excepciones como la reciente ¿Puede una canción de amor salvar tu vida? (Begin Again, 2013) o la exquisita 500 Días con Ella (500 Days of Summer, 2009), la farsa mainstream parece atrapada en su propia necedad, a la que últimamente gusta maquillar mediante el fetiche de los inserts animados, el texto sobre las imágenes, el morphing y demás artilugios digitales que procuran “dinamizar” la narración.
¿Qué mejor ejemplo que Con Derecho a Roce (Playing It Cool, 2014), el desatino de turno, para ratificar todo lo anterior? La ópera prima de Justin Reardon no se mueve ni un ápice del manual más fundamentalista del género, circunstancia que se enmarca dentro de uno de los rasgos más funestos ya no sólo de la comedia romántica sino del cine en general de nuestros días: el conservadurismo de los realizadores. Sin ir más lejos, basta con decir que aquí tenemos nuevamente a un protagonista -interpretado por Chris Evans- que no cree en el amor porque mami lo abandonó de niño y que por supuesto verá cómo estalla su cinismo cuando conozca a la mujer que despierte tanta pasión aletargada, hoy la sagaz Michelle Monaghan.
La película utiliza como excusa el oficio del galancito, nada más y nada menos que el de guionista, para bombardearnos con secuencias huecas y semi oníricas en las que el susodicho fantasea colocándose en el papel central de las anécdotas de los integrantes de su entorno afectivo cercano. De hecho, como si la presencia de familiares impetuosos, amigos bufonescos y una catarata de consejos bobos sobre la relación no constituyesen de por sí martirio suficiente, el film deambula perdido por otros clichés similares que empantanan el relato. Sólo sobrevive esa reflexión al paso vinculada al sentimiento de culpa que aparece cuando uno avanza por el “deporte” de la conquista, sin verdadero cariño de por medio…