Conexión perdida
Con Conexión Marsella (La French, 2014), el francés Cédric Jimenez intenta una travesía en el arduo cine de gángsteres, con las pretensiones de hacer una gran epopeya desde el interior de la french connexion, reino mafioso del comercio internacional de la economía gris y basado en el sur de Francia durante varios años. Más que una inmersión, el resultado se parece más a un largo y distante vistazo con lentes 70’s.
Un hombre interroga en su oficina a una joven, destruida por la heroína. Le explica que inyectarse droga en las venas está muy mal y que si quiere sobrevivir, le tiene que dar el nombre de su vendedor. Este hombre es el juez Pierre Michel, que vamos a seguir por dos horas en su lucha contra la tentacular e inalcanzable mafia marsellesa que alimenta al mercado de drogas hasta Nueva York. Por supuesto en este biopic que no da lugar a ningún matiz de cualquier forma que sea, el cartel tiene cara: Gaëtan Zampa, cabeza pensante de todo el negocio jugoso. La confrontación entre Michel y Zampa será el núcleo de toda la intriga.
El uso de las imágenes de archivo, que abren la película y que van a puntearla hasta el final, quieren claramente dar un rastro “verdadero” a todo lo que va a seguir. El problema es que se va perdiendo poco a poco el sentido de este uso. ¿Vienen como documentos testimoniales, o simplemente como ilustraciones de la ficción? La segunda opción se confirma a lo largo de las apariciones de Jean Dujardin (Pierre Michel) y Gilles Lellouche (Gaëtan Zampa), que están claramente dando un espectáculo que va mucho más allá de sus personajes. Esta lucha entre hermanos enemigos parece muy ligada a la relación atrás de la pantalla de los dos hombres, conocidos en Francia por tener un compañerismo cómplice.
Sobre el modelo de la primera escena, en Conexión Marsella, todo está dicho, nada queda atrapado en el arte, sin embargo tan cinematográfico, del sobreentendido, hasta el título francés, La French, que no podría ser más evocador. La explicación de todo lo que se ve, la transparencia total es tal que la película toma a veces aires de lección moralista donde los diálogos (que parecen salir de una parodia de Scorsese) están pronunciados por actores desencarnados, donde los hombres son centrales y detienen el saber, acompañados por mujeres decorativas, que los ayudan por su sola presencia pero que están lejos de entender a que punto es difícil la vida sobre el campo de batalla.
La sensación de desfase total, de ausencia de armonía, entre cada uno de los elementos de la película se cristaliza en la actuación de Jean Dujardin, intentando con mucha voluntad desde ya algunos años salir del registro cómico que se le pega a la piel, y que se hunde una vez más en un rol que le queda como “un elefante en un local de porcelana”, como poetizan sus compatriotas.