Policías y narcos en la costa francesa
La French Connection ganó notoriedad mucho antes de que el recordado film de William Friedkin ganara sus cinco premios Oscar en 1971 e hiciera célebres a Gene Hackman y a su singular Popeye. No se trataba de una sola organización, sino la denominación genérica que se le daba a la red de bandas de traficantes que aun desde antes de la Segunda Guerra Mundial se encargaban de importar desde Oriente -Turquía, Indochina, Siria- la morfina base con la que laboratorios ilegales, muchos instalados en el sur de Francia, elaboraban la heroína que después comerciaban en Europa y el resto de Occidente, aunque en una escala comparativamente bastante reducida. Pero el negocio, originalmente heredado de la mafia corsa, tuvo un fenomenal crecimiento a partir de los 50, 60 y 70, y con él creció también la importancia de Marsella como capital del tráfico de droga hacia los Estados Unidos y Canadá.
Aunque Conexión Marsella no busca ser una remake del film de Friedkin; aquí el escenario, que en aquel era predominantemente Nueva York, es casi siempre Marsella y la ciudad misma recreada en lo visual y en su realidad cotidiana tal como era en los setenta ocupa de manera considerable la atención del realizador, y llega casi a convertirse en un personaje más. Ése es uno de los méritos del film, que parte, sí, de un enfrentamiento similar al de la historia original, en este caso basándose sobre personajes reales, en especial un magistrado incorruptible -el juez Pierre Michel, finalmente asesinado por dos sicarios en 1981-, a quien le encargan la misión de desmantelar la organización mafiosa que domina la ciudad y atrapar al implacable e inapresable gánster de origen napolitano que la capitanea. Éste se vuelve una obsesión para el comprometido abogado que plantea una lucha sin cuartel. Jimenez narra la historia con un ritmo siempre veloz y alterna con considerable equilibrio los pasajes de acción y las persecuciones y los enfrentamientos con las escenas intimistas que dan cuenta de la vida personal de uno y otro. Esta nueva visión no hará olvidar el film de Friedkin como no pudieron hacerlo tampoco muchos otros relatos que intentaron seguir su huella. Ni siquiera el Contacto en Francia II que dirigió John Frankenheimer en 1975 y tuvo a Hackman y a Fernando Rey nuevamente en el elenco. Pero se sigue con interés a pesar de que alguna síntesis, sobre todo en la segunda mitad, habría favorecido el producto final.
El guión coloca en el centro del relato la confrontación entre uno y otro personaje; los define deliberadamente como cortados por la misma tijera, aunque por supuesto representan lados opuestos de la ley, y acentúa en lo posible el parecido físico entre Jean Dujardin (el magistrado) y Gilles Lellouch (el capomafia Gaëtan "Tany" Zampa) tanto como la similitud de los caracteres y hasta de sus respectivas vidas afectivas, en una suerte de juego de espejos. Espejo que también los asoció, según registra la historia, en su trágico final: naturalmente sospechado de la muerte del juez, Zampa no fue acusado del crimen, aunque sí con el tiempo lo fueron (juzgados y condenados) hampones vinculados con su clan, pero murió en la cárcel, donde purgaba una condena por delitos financieros y por su propia decisión: se quitó la vida en 1984 ahorcándose con la soga de un compañero de celda.
Además de la recreación de la Marsella de esos años, de la sostenida tensión del relato y de los excelentes trabajos actorales, tanto de los dos protagonistas como los de sus cotizados compañeros de elenco, Conexión Marsella se muestra, sin descollar, digna de figurar a la altura de la bien ganada tradición del polar francés.