Los Otros Dioses
En una época dominada por blockbusters mainstream monotemáticos e hiperpulidos que no dejan nada a la imaginación y pretenden cerrar absolutamente todas las subtramas -si es que acaso existen- vía esa insoportable tendencia a sobreexplicar las motivaciones de los personajes y los giros de la historia en cuestión, el terror desde hace un par de añitos largos viene imponiéndose como una alternativa cada día más diversa e interesante, una jugada que se apoya en una nueva generación de realizadores con convicciones revigorizadas, conocimiento de los resortes del género y cierta impronta retro que nos reenvía a períodos mucho menos homogéneos que el presente. La excelente Conjuros del Más Allá (The Void, 2016) es otro eslabón más dentro de esta gran racha del horror, un trabajo en el que se funden la efervescencia de la clase B ochentosa, la angustia propia de los relatos de encierro, el acecho imparable de las películas de monstruos y aquellos espantos inmemoriales/ cósmicos de H. P. Lovecraft.
De hecho, si hay un eje fundamental en este segundo opus en conjunto de Jeremy Gillespie y Steven Kostanski, quienes habían colaborado anteriormente en la hilarante Father’s Day (2011), un film colectivo producido por Troma, es sin duda el caos, una suerte de gloriosa confusión que va atrapando al espectador a medida que el derrotero se va complejizando al sumar capas de misterio y ansiedad a una propuesta de por sí impredecible. Hoy el prólogo nos sitúa en una casa campestre, sede de una masacre, en la que un padre (Daniel Fathers) y su hijo (Mik Byskov) le disparan a una mujer por la espalda y la prenden fuego mientras ven cómo se escapa corriendo un joven drogadicto llamado James (Evan Stern). El oficial de policía Daniel Carter (Aaron Poole) encuentra al susodicho y lo lleva al hospital local, en lo que será el comienzo de una pesadilla que involucra homicidios, automutilaciones, criaturas con tentáculos, un culto de fanáticos, alucinaciones y ceremonias muy enrojecidas.
La lectura que los directores hacen del género es francamente fascinante: hablamos de un pastiche autoconsciente, serio y amorosamente ensamblado que funciona desde su propia lógica sin necesidad de homenajes explícitos ni esa colección de citas bobaliconas del indie noventoso. La obra puede ser descripta como una conjunción de lo más abstracta entre el John Carpenter de La Cosa (The Thing, 1982) y En la Boca del Miedo (In the Mouth of Madness, 1994), el gore lovecraftiano de Clive Barker, Stuart Gordon y Dan O’Bannon, la tradición de la ciencia ficción orientada a personajes engañados/ seducidos símil Galaxy of Terror (1981) y Event Horizon (1997), y finalmente el Lucio Fulci de The Beyond (E tu Vivrai nel Terrore! L’Aldilà, 1981), quizás la referencia conceptual más importante. Un mérito crucial de Conjuros del Más Allá pasa por el hecho de que ataca desde distintos frentes y no se limita a una sola línea de acción, sintetizando una amalgama de recursos cinematográficos.
Si consideramos la experiencia de Gillespie como asistente del departamento artístico y la de Kostanski en maquillaje, uno comprende el cariño que ambos le pregonan a los practical effects (léase títeres, animatronics, prótesis, etc.), no obstante nadie esperaba semejante talento en el diseño y la envergadura narrativa que se les concede en la película, en especial teniendo en cuenta que vivimos en una etapa hegemonizada por los CGI industriales más aburridos e impersonales, siempre cercanos estéticamente al polietileno. Aquí las criaturas que acechan a los humanos tienen una fisicidad extraordinaria que va de la mano de la dimensión material del bello surtido de flagelaciones, metamorfosis y muertes varias, logrando que el dolor y el derramamiento de sangre se sientan en el cuerpo gracias a una identificación -para nada inofensiva, al contrario de la enarbolada por los tristes artilugios digitales- entre los que ven la carnicería en las butacas y los que la padecen en la pantalla.
Hasta cierto punto podemos afirmar que el convite se ubica en un estrato similar al de la reciente La Morgue (The Autopsy of Jane Doe, 2016) de André Øvredal, otra epopeya de horror que también hacía de los arcanos del tiempo y el gore sin caretaje ATP sus pivotes, aunque por supuesto en esta ocasión el devenir se muestra mucho más deudor de El Caso de Charles Dexter Ward (The Case of Charles Dexter Ward, 1941) y En las Montañas de la Locura (At the Mountains of Madness, 1936), las dos novelas centrales de Lovecraft, y el ciclo de cuentos de los Mitos de Cthulhu en general. El guión de los realizadores juega eficazmente con la sombra gigantesca e inabarcable que ofrece el conocimiento, la alienación y las tragedias que nos preceden como sociedad, representadas en esas deidades que superan a nuestras estampitas de cotillón y prometen un plano de existencia mucho más supremo que el presente, a costo de abandonar la certeza y entregarse al saber primordial…