Sobre el asedio frontal.
Frente a un film como Corazones de Hierro (Fury, 2014) tenemos en esencia dos entradas analíticas posibles, una centrada en el protagonista excluyente y la otra en su principal “compañero” de reparto, nada más y nada menos que un tanque de guerra. Para comenzar consideremos por un instante a Brad Pitt, hoy por hoy un cincuentón: a esta altura el señor podría haber colgado los guantes o volcado su carrera de manera exclusiva a vehículos que ensalcen su figura, pero definitivamente se ve a sí mismo -y con mucha razón- como un exponente de esa tradición de actores que iniciaron su devenir bajo el pedigrí de los carilindos y de a poco se ganaron el respeto del medio hasta convertirse en emblemas con una presencia cinematográfica irreemplazable, capaces de lidiar con casi cualquier película.
Esto nos lleva al segundo ítem, el armatoste blindado del que Pitt es el sargento a cargo, el que a su vez nos reenvía al entramado de base. Resulta curioso que estos acorazados hayan sido tratados históricamente como elementos decorativos y/ o contextuales por parte de Hollywood al momento de abarcar uno de sus grandes fetiches, los conflictos bélicos. Si bien existieron algunos ejemplos temáticos aislados, la verdad es que Líbano (Lebanon, 2009) fue el primer convite en aprovechar sustancialmente la atmósfera claustrofóbica que ofrecen los tanques, un enclave tétrico que en buena medida funciona como una metáfora del séptimo arte ya que su “utilidad” se limita al asedio frontal contra el oponente/ espectador y asimismo pone de relieve los rasgos más angustiantes de la proximidad social.
Así las cosas, si sumamos el interés de Pitt por las propuestas con una cierta integridad artística y el minimalismo de la obra de Samuel Maoz, descubriremos que Corazones de Hierro no sólo tomó prestada la naturaleza episódica del relato raíz sino que también redujo el nivel del sadismo (los golpes bajos han desaparecido). Aquí lo importante es superar los obstáculos a las misiones que la cúpula militar norteamericana le asigna en 1945 a un pelotón que avanza sobre suelo alemán, interpretado por Logan Lerman, Shia LaBeouf, Michael Peña y Jon Bernthal. A pesar de que la trama parece centrarse en un periplo de iniciación, en especial luego de una apertura con el personaje de Lerman forzosamente reconvertido de mecanógrafo a artillero, pronto la realización deja de lado esa alternativa.
Indudablemente a partir de ese punto la película eleva sus ambiciones y decide balancear un humanismo apocalíptico en sintonía con la extraordinaria Ven y Mira (Idi i Smotri, 1985) y una especie de camaradería -entre desgarradora y fascistoide- símil Más Allá de la Gloria (The Big Red One, 1980), del gran Sam Fuller. El responsable de tantas oscilaciones ideológicas y contradicciones varias es David Ayer, un guionista y director que venía arrastrando dos bodrios de la talla de En la Mira (End of Watch, 2012) y Sabotage (2014): la presente nos permite retrotraernos en términos cualitativos a la eficaz Reyes de la Calle (Street Kings, 2008), uno de sus numerosos ejercicios revisionistas dentro del campo del film noir, sin embargo seguimos bien lejos de Día de Entrenamiento (Training Day, 2001).
Como en muchas otras oportunidades, el pulso errático y una andanada imprevisible de clichés le terminan jugando a favor a un opus del que no se sabe qué esperar, incluso considerando el estadio de la aventura en cuestión. El esquema general se explaya largo y tendido sobre el proceso de envilecimiento que implica la guerra y continuamente contrapone una secuencia de diálogos ásperos (quizás inconducente aunque digna) con un enfrentamiento rimbombante que pretende evadir la levedad del mainstream actual (en este caso el vigor del realismo sucio compensa los déficits del sustrato dramático). Mientras que Pitt nuevamente saca a relucir su oficio, Ayer se destaca en la dirección de actores pero no puede usufructuar del todo la invitación al suicidio que representa manipular un tanque…