Un virus que atraviesa Manhattan
Seguramente nunca se había visto un Cronenberg tan deliberadamente filosófico y profundo. Y tratándose de un director que bucea dentro del lenguaje audiovisual como pocos y que, haga lo que haga, siempre propondrá además un buen espectáculo, esta voluntad es más que bienvenida. Con un personaje excéntrico y extraterrenal -un multimillonario apático que navega en limusina a través de las calles de Manhattan- y una estética sofisticada y pulcra que recuerda a los elegantes devaneos de Crash (1996), el director canadiense plantea un recorrido único, la travesía de un lado al otro de la ciudad en la que el apático y paranoico protagonista pretende llegar a una pelúquería para hacerse un corte de pelo que ni siquiera necesita. En su recorrido, una atractiva fauna de personajes -varios de ellos actores inmensos, como Juliette Binoche, Mathieu Almaric o Samantha Morton- dialoga con él. Pero las calles están cortadas por una manifestación popular de indicios apocalípticos -recordar la revolución de la "nueva carne" de Existenz (1999)- y el universo del protagonista se resquebraja -pasa a una bancarrota radical en cuestión de segundos por una apuesta financiera desacertada- de la misma manera en que se va destruyendo su limusina, a la que al menos le queda un lugar en el cual dormir. Las constantes cronenbergianas se imponen: perversiones que exceden a lo mundano, el hombre presentado como el mayor virus imaginable, la toxicidad de la carne y sus caprichosas deformaciones, el triunfo de las pulsiones sobre lo racional, el desapego, la tecnología y su transformación social. De un nihilismo rasante, una obra que habla de un tiempo y de una época como pocas, y que quizá acabe por ser mucho más grande de lo que aparenta.