La reputada autodestrucción
Llegó la hora de la nostalgia. Y del reboot, el spin-off, o como quieran que se le diga al asunto este de desenterrar viejos cadáveres e inyectarles un tónico capaz de hacerlos caminar un par de pasos más. Presentar algo añejo como si fuera novedoso debe de ser una de las más sorprendentes habilidades de Hollywood, y en este sentido parecería estar saliéndole más que bien, vistos los resultados que obtienen con películas de este porte.
Seis entregas de Rocky a lo largo de treinta años fueron suficientes para que Sylvester Stallone no pueda seguir subiéndose al cuadrilátero, y es por esto que hoy, a los cuarenta años de aquella ganadora del oscar a mejor película (el director Avildsen le ganó a Ingmar Bergman y a Sidney Lumet, y aquella película nada menos que a Taxi Driver), Stallone pasa a ser entrenador y se propone un recambio generacional, con un nuevo nombre y un nuevo luchador que continúa el legado de aquel boxeador amable y de bajo perfil que tan bien representaba espíritus de superación, sueños americanos y delirios de grandeza varios.
Esta vez, si bien se presenta un protagonista que pasa un par de años en reformatorios cuando niño, en seguida es adoptado por la viuda de su padre fallecido. Claro que esta nueva "madre" vive en una gran opulencia, y se ocupará de que al niño no le falte nada durante su formación. La película enfatiza que el protagonista creció en un entorno más que desahogado, dando cuentas además de su destaque profesional en el trabajo de oficina y el hecho de que, en un comienzo, tenga un futuro digno y prometedor. Todo este paquete parece presentado como para quitarle al deporte el estigma de "disciplina para jóvenes marginales y sin nada que perder", porque oigan, hacerse reventar el cráneo a piñas es un camino premeditado, y una más de entre tantas formas dignas de perserverar.
Es así que tenemos al héroe dispuesto a triunfar por convencimiento y de hacerse una carrera en el mundo del boxeo. Uno de los principales problemas de la película está en la estructura dramática, ya que dentro de una misma historia se presentan un par de fugaces subtramas: primero una romántica y finalmente una dramática. La primera tiene que ver con el encuentro amoroso con una vecina cantante, la segunda con una grave enfermedad contraída por uno de los personajes. Lo defectuoso de ambas es que se resuelven como si fueran trámites, como si tanto el guionista, el montajista y el director fuesen ellos mismos boxeadores y quisieran pasar rápidamente al ring y a los bifes. El problema es que, si se van a presentar subtramas dentro de una historia, lo que corresponde es desarrollarlas con cierto grado de credibilidad y evitando las resoluciones simplistas o los lugares comunes. Pero aquí no hay un proceso de enamoramiento creíble (luego de ver Carol, la ausencia de sutileza en este sentido se vuelve absolutamente abrumadora), y no hay un tratamiento psicológico que permita comprender un cambio radical de idea por parte de uno de los personajes, en cuanto a su negativa a priori respecto al uso de terapias agresivas.
De la misma manera, la madre adoptiva del protagonista presenta buenas razones para detestar al boxeo como disciplina y manifestar su desacuerdo porque él continúe su legado familiar, pero sobre el final, su inexplicable cambio de idea resulta una de las más deshonestos y manipuladores juegos retóricos de los creadores en favor del deporte.
Nótese que este cronista escribe desde el desamor hacia una saga que por lo general no le interesa, y hacia una nueva entrega que se le antoja como el refrito menos interesante que podía concebirse en los tiempos que corren. Pero no le sucede esto en general con el género: existen películas de boxeo recientes que están provistas de elementos del mejor cine, como Crying Fist (2005), la grandiosa El luchador (2010), con Christian Bale y Mark Wahlberg o Koza (2015). Todas ellas poseen un gran desarrollo de personajes, logran la empatía y el compromiso emocional con los combatientes, pero por sobre todo, son concebidas con visiones críticas que no tragan (ni venden) la idea de que la autodestrucción voluntaria dentro de un cuadrilátero sea una gran proeza.