El proyecto es ambicioso: la producción más costosa que se haya encarado hasta hoy en México. Lo requería la recreación de un episodio importante de la historia de su país: la rebelión de los cristeros, un conflicto armado que se prolongó de 1926 a 1929, entre el gobierno de Plutarco Elías Calles y las milicias de laicos, presbíteros y religiosos que lucharon contra la aplicación de leyes y políticas públicas que restringían la autonomía de la Iglesia Católica. Coincidentemente el mismo ejército rebelde a cuya etapa final consagró otro cineasta, el mexicano Matías Meyer, una suerte de western minimalista y espiritual, Los últimos cristeros, que se exhibió hace unos meses en un ciclo de cine latinoamericano en el San Martín.
El director debutante Dean Wright, experto en efectos visuales, hizo lo que pudo con un guión, del norteamericano Michael Love, que ni expone la cuestión histórica en profundidad (no hay antecedente alguno acerca de los orígenes de la hostilidad entre los revolucionarios mexicanos y la Iglesia Católica) ni encuentra el modo de integrar los abundantes subhistorias (en algunos casos, apenas viñetas) en el cuadro general que quiere cobrar aliento épico sin conseguirlo. Lo poco que se sabe del conflicto tampoco se expresa en términos dramáticos sino en diálogos explicativos, por lo general dichos en el clásico tono solemne de las reconstrucciones históricas, y lo mismo sucede con los personajes.
El relato abarca desde la promulgación de la ley anticatólica del presidente Calles, hasta el acuerdo entre México y Roma, propiciado por los Estados Unidos. Precisamente es esa demorada escena que determina el fin del conflicto la que aporta algún interés político a un relato que se ha estirado demasiado en episodios melodramáticos.
El protagonista es el general Gorostieta (Andy García), convencido por los cristeros a abandonar su retiro y que a pesar de su ateísmo acepta luchar a favor de la causa porque su mujer es una católica ferviente, porque detesta la injusticia y también porque añora volver a la acción: no en vano repite innumerables veces la línea "Soy veterano de dos guerras".
El enfoque es maniqueo. Los cristeros son justos, valientes y sensibles; las fuerzas del gobierno, pura crueldad. Para subrayarlo ahí están algunos personajes como el chico que deviene mártir, el sacrificio del sacerdote animado por Peter O'Toole y otros abundantes ejemplos de esa manipulación emotiva más propia de los culebrones que de un fresco histórico que pretende cobrar grandeza épica. Wright se desempeña mejor cuando aborda las escenas de batalla que cuando debe vérselas con historias "humanas" que no ahorran lugares comunes y convencionalismos y que quieren extraer potencia emotiva de la enfática música de James Horner. Poco puede decirse de los actores -algunos de ellos de probado talento- cuando deben pronunciar diálogos tan poco creíbles y hacerlo para colmo soportando el sudor que asoma bajo las gruesas capas de maquillaje. Hay sí una hábil explotación del paisaje y un correcto trabajo del fotógrafo Eduardo Martínez Solares.