Gus (Clint Eastwood) es un cazatalentos de los de antaño: basa sus decisiones en estadísticas impresas en los principales periódicos de su ciudad y hacia los pequeños pueblitos viaja personalmente para conocer a los jugadores y verlos desplegar todo su arte en la cancha. Desde hace décadas que trabaja ligado al mundo del baseball y su olfato jamás ha fallado. Pero los tiempos cambian, la tecnología gana terreno, su vista sufre grandes inconvenientes y desde el comité directivo del equipo los Bravos de Atlanta creen que es hora de pensar en un retiro. No todo está dicho: hay una última oportunidad. Gus deberá evaluar a la sensación del momento y decidir si merece un lugar en su amado club. Sabiendo de su incapacidad visual, su hija Mickey (Amy Adams) a punto de convertirse en socia del bufete jurídico en el cual trabaja desde hace siete años, resigna parte de su futuro laboral para ayudar a su padre y en este viaje intentará reconstruir la relación que jamás han tenido desde el trágico fallecimiento de su madre.
En Curvas de la vida los inconvenientes no surgen desde la dirección, muchos menos desde lo actoral (Eastwood como el cascarrabias potenciado por la edad y Adams como su comprensiva hija son un dúo filial aguerrido e incluso tierno). Sin embargo, el guión aletargado genera que cinto diez minutos de proyección se sientan muchísimo más extensos. Están presentes todos los clichés y los lugares comunes de cualquier historia que cimiente gran parte de su relato en el ámbito deportivo (en este caso el baseball), pero se suman algunos flashbacks que pretenden explicar (de modo algo forzado, pretencioso) el por qué del alejamiento entre padre e hija. Justin Timberlake, el interés romántico de Adams, compensa sus aún escasos dotes interpretativos con carisma y simpatía, pero ni siquiera eso nos distrae de la acumulación de finales felices de los que somos testigos en los últimos quince minutos de proyección.