La clase B de la clase A
Resulta placentero -cuando menos en tiempos de cálculo y apelaciones trascendentales que cada tanto se filtran en el mainstream contemporáneo- que aparezcan azarosamente, con irregularidad pero con vitalismo, las señales del querible cine clase B.
Deberíamos pensar antes qué es la clase B en el día de hoy y si es posible hablar de clase B como factor de producción. Pero excede a esta reseña. Resulta más útil, más inmediato pensar en la clase B como estilo. Es ahí, en ese mundo de limitaciones argumentales, utilización lateral de un filón comercial en baja, en personajes sin psicología profunda, en donde se inscribe la más que digna Depredadores de Nimrod Antal.
Un grupo de siete personas (todos ellos peligrosos y con antecedentes violentos y/o criminales) es abandonado en medio de una jungla desconocida. Msé, la cosa suena aun poco a Lost. Y en parte con razón, al menos durante los primeros 10 minutos, en donde sabemos poco y nada del espacio, de los personajes, de sus relaciones potenciales o de sus pasados.
En ese terreno, la película se mueve plenamente en el terreno del cine de aventuras y de ciencia ficción. Sin embargo, cuando el asunto cambia su órbita, es decir, cuando evidencia la confrontación con seres de otro planeta, pero sobre todo, cuando los personajes se reconocen en otro planeta que no es la Tierra es que estamos ante un pleno film bélico, ahora sí, mucho más cerca de Aliens y naturalmente, de la originadora de esta suerte de saga, el primer Depredador, a la que se alude para justificar buena parte del verosímil del metraje.
En el proceso de hibridación genérica entre film de aventuras, de ciencia ficción y bélico también podemos reconocer el corazón del cine clase B perviviendo. Pero aquello que la hace más simpática es su autoconciencia (carente de toda ironía) bigger than life que nos permite experimentar una película entretenida y clásica pero al mismo tiempo conocedora de todos los lugares comunes de situaciones, personajes y resoluciones vistas previamente en films como estos.
Esa suerte de reflexión divertida permite, digo mal, habilita que el espectador recupere una cierta idea de jugueteo, es decir, recuperar esa idea de el cine como diversión, nunca demagógica o descerebrada, sino conciente del pacto. Al punto tal el hechizo funciona que la música (sinfónica, a lo Bartok, no les miento) parece ser un elemento indispensable para establecer el clima pero a su vez montar un distanciamiento mínimo. Ese pequeño gesto -diametralmente opuesto a la pared sonora de Hans Zimmer en El Origen, por decir un ejemplo reciente- es uno de los pequeños grandes hallazgos de Depredadores. El otro es el tono de épica menor que se acentúa al final y que resuena al cine de bajo presupuesto del primer Sam Raimi (otro antiguo amante de la clase B), con sus alfeñiques convertidos en héroes por error (y pensemos que, por más musculatura nueva y anabólicos que hayan dado a Adrian Brody, el muchacho seguirá siendo un alfeñique de alma) librados en medio de un mundo que no conocen.
Debajo de todo esto queda, sin embargo, una media hora larga de película que sobra, que es redundante en subtramas y dispersa lo que la película gana concentrándose en un espacio como el del inicio y el final (no casualmente los momentos más altos de la película). Si de hecho la película hubiera reducido media hora de su metraje, estaríamos además ante una duración también típicamente clase B: 77’ en vez de los 107’ que se amesetan hacia la mitad.
Pese a la extensión, la película soporta noblemente y con materiales limitados la presencia de actores elementales, algunos cameos innecesarios, pero sobre todo la sorpresa de un Adrian Brody convertido en insólito action hero. Ya lo he dicho en alguna ocasión y lo repito: en estos Films menores es en donde sobrevive el espíritu y la carne del viejo Hollywood, más preocupado en narrar que en adoctrinar con sus tanques metafísicos.