Sobre la responsabilidad individual
La trayectoria de la realizadora norteamericana de ascendencia japonesa Karyn Kusama ha sido de lo más errática, muy en línea con lo que suele suceder hoy por hoy con muchos directores: luego de un interesante debut, Girlfight (2000), se despachó con dos propuestas bien flojas en las que definitivamente perdió el rumbo creativo cortesía del control del aparato hollywoodense, Æon Flux (2005) y Diabólica Tentación (Jennifer's Body, 2009), lo que derivó en un regreso a la independencia de la mano de la potable The Invitation (2015) y después en otra caída monumental vía su participación en un proyecto colectivo de terror francamente desastroso, XX (2017). Su última obra, Destrucción (Destroyer, 2018), termina de corregir los problemas narrativos de los diferentes trabajos previos y subraya aquello de que estábamos ante un típico caso de potencial desperdiciado ya que casi ninguno de los films anteriores calzaba del todo con el talento solapado y bastante escurridizo de Kusama.
El título hace referencia a la misión fundamental de Shiva y a la Trimurti de la mitología hinduista en general (Brahmá es el Dios de la creación, Visnú el gran protector y Shiva el encargado de hacer estallar todo por los aires en el fin del mundo), alusión más que oportuna porque apunta a remarcar la influencia dañina/ devastadora de los seres humanos en su mismo entorno, suerte de masoquismo existencial que no suele dejar nada en pie en función de esa insistente fascinación con las distintas facetas de la muerte por parte de todos los hombres y mujeres. El maravilloso film adopta el formato de los policiales negros de redención poniendo el acento en la estela de las acciones pasadas en el presente y cómo la conciencia individual pesa -y mucho- a lo largo de los años, por más que operen sobre el intelecto la intención de olvidar, la rabia abrasadora, los paliativos químicos y/ o el resto de los recursos para autosabotearse en plan de castigo improvisado que permita lograr la paz.
Hoy la historia sigue de cerca a la pobre Erin Bell (Nicole Kidman), una oficial de policía alcohólica, ninguneada por sus colegas y con una pésima relación con su hija adolescente, Shelby (Jade Pettyjohn), una joven que la acusa de negligente y abúlica por una depresión que arrastra desde hace mucho tiempo: el origen de todos sus males se remonta a unas dos décadas atrás cuando junto a su compañero Chris (Sebastian Stan) se infiltraron en una banda de ladrones de bancos y participaron de un robo que derivó en tragedia. Cuando reaparece el líder del grupo, Silas (Toby Kebbell), Erin decide saldar viejas cuentas a través de una investigación que la conducirá a reencontrarse con figuras de sus días como oficial encubierta, planteo que por supuesto nos hará testigos de hasta qué punto la angustia de la mujer, el odio hacia sí misma y el ansia por darle un cierre a todo el asunto la convertirán en un agente tanto pasivo como activo de la destrucción de turno, un ciclo fatal con delay.
Kusama recupera el dejo más apesadumbrado y austero del cine indie con el firme objetivo de por un lado evitar el cancherismo infantiloide del mainstream del rubro y por otro lado colocar a Kidman delante de todo, no como el tradicional ángel de la venganza sino más bien como una persona común que ya no puede acarrear su culpa y desea hacerse cargo de los acontecimientos de antaño: en este sentido, la realizadora administra con astucia el enigma de fondo y le saca un enorme partido a la protagonista, quien “se afea” a propósito para enfatizar que las cicatrices corporales son la representación de un pesar interno igual o incluso más profundo que lo que pueden llegar a ser las marcas del alcohol, el insomnio y la autoflagelación física. La estupenda Kidman consigue aquí literalmente uno de los mejores trabajos de su carrera y se reconfirma como una actriz gloriosa que aun en la “fase veterana” de su devenir profesional continúa eligiendo muchos papeles jugados y exigentes.
El tono narrativo seco/ despojado/ ascético de Kusama, algo así como el primo suburbial y mugroso de su homólogo de The Invitation, se acopla perfecto a la tensión escalonada de tantas escenas y también a los instantes dramáticos vinculados a la necesaria introspección de Bell, aunque sin nunca abusar porque el eje de la faena es el film noir de impronta suicida. Retomando lo dicho con anterioridad, hoy la fuerza de la conciencia muta en una responsabilidad que jamás se diluye y sigue mancillado la psiquis por ese detalle -como mortales que somos- centrado en el hecho de que no podemos deshacer el pasado, circunstancia que nos pone a diario frente a la tarea de llevar la mochila de lo considerado doloroso/ irresuelto hasta eventualmente tener que decidir si continuamos trasladándosela a otros, en esencia a nuestro círculo íntimo, o si buscamos una salida que quizás implique la propia inmolación a sabiendas del rol jugado en el colorido desastre que nos atormenta…