"Hace 30 años o menos una mujer plena era aquella que formaba una familia. Ese paradigma ha cambiado abruptamente en los últimos años. En la actualidad hay una presión social gigantesca en torno a la maternidad, pero también en cuanto al rol femenino en general, que incluye ser exitosa en lo profesional, en el ámbito personal y además bella, lo que prácticamente constituye una triple esclavitud". La venezolana Alejandra Szeplaki, a quien pertenecen las palabras, abordó esa problemática en su primer largometraje. Lo hace a través de tres mujeres -una venezolana, una colombiana y una argentina- a las que une el hecho de atravesar por la misma circunstancia: la posibilidad de estar embarazadas sin habérselo propuesto. Cada una responde de manera diferente: hay quien sueña con ser madre, quien no quiere ni pensar en el tema y quien titubea ante una u otra perspectiva de la misma manera en que titubea entre sus dos galanes. Estas historias paralelas ni siquiera llegan a ser historias sino apenas una sucesión de pantallazos que no alcanzan a definir los rasgos propios de cada personaje. Los conflictos se enuncian, no se expresan mediante la acción porque ésta prácticamente no existe: el chato guión (a su lado cualquier telenovela parecería un modelo de construcción dramática) recurre al uso y abuso de la animación y de otros recursos visuales inspirados en una estética que está entre el cuento de hadas al estilo Amélie, el desborde kitsch y la exuberancia cromática de un pelotero. El desfile de modas es perpetuo. Porque como conviene a esta hiperconvencional pintura del mundo de la mujer, las protagonistas, todas de clase acomodada a juzgar por sus vestuarios, están vinculadas con el diseño, la producción o la exhibición de indumentaria femenina (incluida la lencería, quizá para cautivar al ojo del eventual público masculino). Tanto color, tanta búsqueda vana de glamour, tanta superficialidad y tantos corazoncitos sólo consiguen empalagar..