Una hipérbole en el horizonte.
En el campo de las épicas de aventuras, desde hace tiempo Hollywood no se decide entre refritar aquellas megaproducciones del pasado (larguísimas y pomposas a más no poder) o dar nueva vida a los péplums de corazoncito clase B (fundamentalmente de las décadas de los 50, 60 y 70), optando en cambio por una combinación de ambas vertientes que nunca termina de convencer del todo porque el fetiche contemporáneo para con los CGI suele destruir las buenas intenciones de base. Dioses de Egipto (Gods of Egypt, 2016) es otro ejemplo de las paradojas de nuestros días: por un lado rescata el ímpetu de las gestas colosales, lo que hace que su duración resulte desmesurada, y por el otro pretende invocar la levedad narrativa de un porfiar masivo ya extinto, sustentado en un encanto artesanal que hoy aparece licuado gracias a la impersonalización y abulia que impone el artificio digital.
Aun así, vale aclarar que el film en cuestión se autodefine de manera consciente como un representante del cine de animación más que como una epopeya hecha y derecha, lo que se deduce de la magnitud del delirio visual que aquí propone su director Alex Proyas, uno de los grandes prodigios de los 90 que de a poco fue asimilado por el mainstream. A decir verdad el realizador jamás volvió al nivel de su díptico inicial, El Cuervo (The Crow, 1994) y Dark City (1998), obras que dieron paso a la simpática Días de Garage (Garage Days, 2002) y a la dupla de “alto perfil” compuesta por Yo, Robot (I, Robot, 2004) y Cuenta Regresiva (Knowing, 2009). Bien lejos del misterio y sutileza de esta última, sin duda el opus más interesante de esta etapa de su carrera, en Dioses de Egipto no deja juguete en su repisa y extrema el diseño de cada escena y criatura, con el exceso como único horizonte.
La historia gira a los tumbos alrededor de un Antiguo Egipto hermanado con la fantasía bélica y un pulso de ciencia ficción, utilizando como disparador del relato al asesinato de Osiris (Bryan Brown) a manos de su hijo Seth (Gerard Butler), justo el día de la coronación de su otro vástago, Horus (Nikolaj Coster-Waldau), quien es condenado al exilio. Un punto a favor de la película es que no fuerza la entrada del “componente sobrenatural” porque desde el título se hace explícito el contexto de la trama, circunstancia que a su vez no quita que -nuevamente- nos topemos con el camino del héroe de un simple mortal, destinado por supuesto a salvar a su amada: Bek (Brenton Thwaites) es un muchacho que deseando liberar a Zaya (Courtney Eaton), su pareja esclavizada, termina batallando codo a codo junto a Horus en pos de devolverle la vida a la señorita, otro lindo homicidio de por medio.
Ni siquiera la enorme imaginación que despliega Proyas alcanza para tapar una dinámica bastante ajada, que responde a esa intermitencia semi automática entre los momentos de calma y una flamante secuencia de acción. El equipo de guionistas conformado por Matt Sazama y Burk Sharpless continúa explotando la fórmula patentada en Drácula (Dracula Untold, 2014) y El Último Cazador de Brujas (The Last Witch Hunter, 2015), siendo los mayores responsables del hecho de que prácticamente no haya desarrollo de personajes más allá de las one-liners, alguna que otra salida aislada y toda esa inocencia de fondo orientada al “gran espectáculo” más recargado. A la propuesta le sobra mínimo media hora de metraje y pide a gritos que la violencia y el sexo sean más gráficos y menos amigables para con un público criado a base de escapismos soft que se distancian de la praxis cotidiana…