Un exabrupto legendario
Visto fríamente, no parece Tarantino. ¿Una película que prácticamente carece de saltos temporales, que no va pa'delante ni pa'trás en ningún momento? (bueno, hay algunos flashbacks, pero de tan cortos ni cuentan), ¿dónde está la multiplicidad de historias?, ¿y los largos diálogos, esos que tantas veces hicieron que nos moviéramos inquietos en los asientos?, ¿y las pistolas entrecruzadas?, ¿y la toma subjetiva desde la valija del auto? ... bueno, es un spaghetti western... Y cierto es que el buen hombre decidió seguir las reglas del género y abordarlo con el clasicismo que requiere, con la linealidad que amerita, el ritmo parejo, los semblantes desagradables, el gusto a polvo y mugre, el saloon desvencijado, la cerveza caliente y la ausencia de moral que allí imperaba -los buenos solían ser detestables y los villanos francamente abominables- y con toda esa desquiciada brutalidad que supo caracterizar a los más sucios westerns de Leone, Corbucci y Peckinpah.
Pero no conviene engañarse, la mano de Tarantino demora poco en aparecer. Está en una llana historia de venganza, en infiltramientos varios, en la toma de confianza y la posterior traición, está en el humor más absurdo y desconcertante, en la sangre saliendo a borbotones, en los muertos que caen por docenas, en las inversiones en los roles de poder por las que los victimarios pasan a ser víctimas y viceversa, está en personajes de la talla del Dr. King Shultz y Calvin Candie (Christoph Waltz y Leonardo Di Caprio respectivamente, ambos inmensos, y quienes despliegan el auténtico duelo mano a mano de la película), está en una desconcertante escena que involucra a una sierra y una calavera, en la tensión que aumenta in crescendo hasta niveles impensables, en una banda sonora poderosa y adictiva, recuperada del más íntimo cajón de los recuerdos.
También debe decirse que quizá sea la película más imperfecta del director, que el protagonista (Jamie Foxx) queda muy pequeño en relación a su compañero de andanzas Shultz -y que, por tanto, los últimos veinte minutos de película sean los menos interesantes-, que haya huecos de guión difíciles de aceptar -como cuando Django convence a sus captores de que lo suelten, por nombrar el más manifiesto-, y que seguramente hayan quedado varias cosas fuera en la sala de montaje, como qué cuernos pasó con la mujer del hacha y el pañuelo rojo, una de las villanas más llamativas y tarantinescas del cuadro.
Y Django sin cadenas habla sobre la historia de su país, y lo hace con justicia. A pesar de que las "luchas mandingo" -peleas en que los esclavos se masacran a puño limpio- no existieron verdaderamente, a pesar de que toda esta película sea un gran entretenimiento y un exabrupto legendario, Tarantino se las ingenia para demostrar los horrores del esclavismo en su mayor dimensión. Difícilmente otro cineasta haya sido tan elocuente respecto a tan terrible período histórico, mostrando hasta qué punto un patrón tenía el absoluto control sobre el cuerpo y el alma de sus esclavos, al extremo de poder hacerlos morir por él, torturarlos o violarlos cuando así se le antojara. Cuando cerca del final los villanos deciden que es mejor no castrar a Django porque ponerlo a trabajar en las minas va a ser una tortura mucho peor, comprendemos el infierno vital de los trabajos forzados como nunca antes. Tarantino nos enseña eso: por haberlo hecho y por mostrar a sus personajes negros sin hipocresía ni condescendencia -como a cualquier blanco-, Spike Lee debería estarle agradecido.
Publicado en Roumovie el 17/1/2013