Libre al fin
Tarantino ofrece con su nueva película una de las últimas sorpresas que podía darnos: la de una gran claridad narrativa. Django sin Cadenas es su película más lineal, menos fragmentada, la más sencilla en su fluir. No por eso es menos compleja, pero este paso por el spaghetti western no cuenta con sus clásicas historias paralelas, los flashbacks violentos y eternos, la división en capítulos o la intromisión de un narrador canchero o casi intertítulos. En un primer acercamiento, Django sin Cadenas parece respetar esa raíz del género más clásico de todos: el western, al contar una historia simple y directa, planteada casi desde el inicio con un arco que no tiene trampas ni giros inesperados y aun así sostiene el suspenso durante casi tres horas. El trabajo de Tarantino sobre la trama se parece (esta vez más que ninguna otra) al folletín: la historia es simple y es única, pero para llegar hasta la culminación tiene que atravesar una serie de episodios intermedios, que a su vez se van desarrollando con su propio arco completo y sus personajes de trazos simples y apariciones circunstanciales. Django sin cadenas se parece a una serie de películas sobre Django. En parte de ahí sale ese aire de héroe popular y mítico que termina envolviendo al personaje hacia el final.
Claro que no es la primera vez que Tarantino muestra su maestría para construir suspenso (sigue brillando la escena magistral que logró, por ejemplo, en el primer capítulo de Bastardos sin Gloria), pero hasta ahora su cine (o, por lo menos, sus últimas películas) venían girando en torno al episodio. Django... es una película que va atravesando historias, momentos, argumentos siempre por un camino recto, sin nunca estancarse aunque desarrollando cada cosa en su medida justa. Hay elipsis pero nunca resumen: cada historia de Django... merece ser contada.
A pesar de esta magistral simpleza narrativa (cortada, por supuesto, cada tanto por algún pequeño flashback o un montaje interrumpido), el tono de Django no se aleja nunca de cierto espíritu de cine clase B que Tarantino tanto ama: el melodrama puede estar siempre a flor de piel, pero a cada vuelta de la esquina aparece el puro placer de narrar, el humor, el tono libertario del blaxploitation y los baños de sangre pirotécnica. Todo integrado con una grandiosa sonrisa irresponsable, que le permite abordar uno de los últimos temas que el cine de Estados Unidos apenas si se anima a mostrar con la mayor de las reverencias: la esclavitud. Django sin Cadenas está saludablemente lejos de lo políticamente correcto (como demuestra, por ejemplo, el personaje interpretado por Samuel L. Jackson). Sin miedo a nada, Tarantino se entrega al placer del género (el spaghetti western, el blaxploitation) y como al pasar va trazando momentos oscuros y desesperantes de la época de la esclavitud.
El gran elemento humano de Django... está en el personaje interpretado por Christoph Waltz: un alemán que en un primer momento recuerda al Landa de Bastardos sin Gloria, pero que a medida que se desarrolla esta buddy-movie va mostrando su corazón dispuesto, una sinceridad escondida detrás de planes enrevesados. Waltz alcanza momentos de gran ternura con gestos mínimos. El costado mítico de la película, por supuesto, está en el Django de Foxx: un actor sólido, sin muchos matices, capaz de darle toda la estatura a un personaje de ficción pura, gozosa y rabiosa. Pocas veces la pantalla vibra tanto en Django... como cuando Foxx se libera de sus cadenas, avanza libre hacia la venganza o estalla con toda la ira de un gore elegante que, sin el lastre de todos los laberintos de white guilt que rodean al tema, nos muestran el asco, la furia y la desesperación de un esclavo.